Buscar este blog

jueves, 1 de agosto de 2013

Conciencia, tiempo y representación | Uno | 3.- La práctica interpretativa del historiador.

3.- La práctica interpretativa del historiador.

Para comenzar a pugnar por una respuesta a las interrogantes desatadas en función de nuestra exposición a la Metahistoria, y fundamentalmente, para comprender la señalada historiograficidad, antes hemos de intentar responder a nuestra pregunta fundamental por el ser de la historia aun cuando de momento sólo podemos enunciarlo del siguiente modo: Toda decisión, el momento ético señalado por White, es un momento de confluencia y coyuntura poética que posee y dispone de una dimensión esencialmente ontologizante desde donde emerge el ser de las cosas, ser que está ya siempre en relación directa a las posibilidades categoriales que tal acto preescribe, a la par que dicho evento es preescrito desde la efectividad que su enunciación le habilita.
De hecho esta totalidad, a la cual se circunscribe la decisión ética, la podríamos captar desde aquello que Michel Foucault llamó episteme.[1] En tal sentido el problema con Metahistoria está en la despreocupación ontológica en que reposan los axiomas que habilitan la propia obra.[2]
A tal respecto es que al perseguir la relación entre la teoría metahistórica y el campo epistémico de Foucault, lo que buscamos es determinar el estado de emergencia y transformación de las disciplinas modernas al tiempo que también intentamos comprender la especificidad aporética y axiomática de los modelos en relación de la aparición de tales fenómenos como la ciencias, las disciplinas o las artes al interior de los modelos mismos.[3] Es decir, esto nos permitirá fijar tentativamente los límites de la hermenéutica que perseguimos al partir de la deconstrucción de la metahistoria.
Pero bien, retornando a nuestro análisis, si por un lado resulta que el aparato conceptual del historiador está determinado por la “sensibilidad estética”, tal sensibilidad es de antemano condicionada por el momento ético que compromete cognitivamente a la representación mental del historiador con una ideología política. ¿En qué reposa tal momento ético que posee una esencial resonancia política?
Para nosotros, tal decisión política no puede ser justificada de suyo sino sólo comprensible a partir del concepto de voluntad de poder. Es decir, el momento ético no es justificable en relación a un plano trascendental atemporal o a un plano metahistórico eminentemente típico-ideal, sino que siendo referencial –y además ocultando en ello la señal misma de su referencia –, el momento ético es un acto discursivo de saber-poder que estipula cuál es el ser de las cosas y cómo es aprehensible ese ser para el propio decir del saber-poder. En tanto acto discursivo, el momento ético se encuentra por tanto ya inscrito en un sistema específico de escrituración y prescripción del devenir.[4] Esto es lo que queremos decir con historiograficidad y la constitución desde ella de las nociones y teorías metahistóricas.
Bajo tal perspectiva, requerimos analizar la crítica que White lanzó sobre Michel Foucualt, pues desde esta otra platataforma, podremos realizar una nueva interpretación de los problemas que nos atañen. Y es que aun cuando en el tránsito hacia El contenido de la forma White haya salido categoriálmente del enfoque ideal-formal para comprender el ser de la obra, los relatos y las narraciones como acciones peculiares del género humano, requerimos antes contemplar las dificultades y peculiaridades que podría implicar un giro pragmático en la estipulación del ser y sentido de la producción de conocimiento histórico y la representación historiográfica desde el ámbito de la acción.

a)                  El problema de la formación de las estructuras y la conciencia histórica.

En la nota cuatro de “La poética de la historia”, White refiere sobre Michel Foucacult, y en general sobre el estructuralismo francés que  

[...] estos últimos están, en general, presos de estrategias tropológicas de interpretación; así como lo estaban sus contrapartes del siglo XIX. Foucault, por ejemplo, no parece darse cuenta que las categorías que usa para analizar la historia de las ciencias humanas son poco más que formalizaciones de los tropos.[5]

Si White finalmente considera a la obra histórica como “una estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa que dice ser un modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron representándolos.”[6], ¿qué es lo que podemos concluir de la metahistoria en tanto método?, ¿qué entiende White por representación? Pues creemos que a pesar de aplicar una analítica tropológica, no estamos seguros de que  White escape a la misma formalización de los tropos que refiere sobre Foucault. Por ello preguntamos si White escapa a las condiciones del pensamiento histórico decimonónico al hacer conciente la estructura poética del conocimiento histórico. Y es que al parecer en tal conciencia metahistórica –o simplemente autoconciencia histórica[7] –, el analista ingresaría cognitivamente a la esencia de la conciencia histórica y a la esencia del lenguaje poético, y por tanto a la posesión de ambas. Por ello si bien es cierto que White identificó los componentes estructurales de los relatos históricos, nos preguntamos si con ello habrá identificado la estructuración de tales estructuras[8], pues de hecho ¿es posible realizar tal identificación y poseer tal conocimiento en términos autoconscientes? ¿Pues la posesión de las categorías no implicaría la negación tácita a nuestra hipótesis sobre la imposibilidad de la metahistoria así como de todo trascendentalismo a dar cuenta por el momento efectivo en que puede algo aparecer como presente desde la representación? Pues de fondo lo que se juega aquí es el problema de la posesión de las categorías, los términos, los conceptos y las pautas críticas que nos permiten dar cuenta de las cosas desde la descripción técnica. Es decir, si la posición trascendental de metahistoria no puede dar cuenta por el momento de la presencia efectiva en que la representación ejecuta su vocación, cómo entonces es que dispone de una terminología y de una teoría.
Se podría argüir en última instancia que la postura habilitada por una lingüística como la sassuriana ya implicada en White, no es una posición trascendental, y por ello puede dar cuenta de los elementos sincrónicos de su análisis. Sin embargo, nuestra hipótesis sobre la imposibilidad de justificación tiene una consecuencia final en términos de que dicha imposibilidad es de hecho, el presupuesto necesario de toda posición metafísica.
Por ello necesitamos probar nuestras inferencias sobre la ingenuidad con que se asume la existencia de una realidad per se que se somete a una prosa clara y racional a la que el historiador estaría impedido a condición de aprehender la terminología y el despliegue analítico de una retórica ejecutada por White. De aquí la pertinencia de traer a Michel Foucault.

b) El registro sin pulir y el campo enunciativo

Con una leve diferencia con respecto al planteamiento del estudio de la episteme explicada en Las palabras y las cosas, la apertura conceptual de La arqueología del saber es, en este sentido, bastante clara en torno al tipo de cuestiones a las que se encamina en búsqueda de soluciones. De tal manera que Foucault puede resumir la intención de la arqueología del saber en tanto metodología histórica simplemente como “la revisión del valor del documento”.[9]
Con respecto a esto, y justo en tanto enunciamos que White convierte a la obra historiográfica en documento, las llamadas formaciones discursivas de Foucault no coinciden con las unidades tradicionales del libro o la obra.[10] Así mismo, las formaciones discursivas son y están contrapuestas a los principios de unidad que desde una vertiente de los estudios del lenguaje, en tanto supuestas leyes de construcción del discurso, tratan de prescribir la organización formal del discurso.[11] O como en el caso de White, que desde la gramática, postulan poder comprender la construcción de sentido cercando la interpretación de la producción historiográfica.
El enunciado, en tanto unidad elemental del discurso, es un speech act que por su dimensión performativa antes de cualquier cosa, es una apertura de mundo. Por ello “Los criterios que permiten definir la identidad de una proposición [...] no sirven para describir la unidad singular de un enunciado”.[12] Tal unidad singular del enunciado no es sino la de su existencia.
Con esta revelación de la instancia que vincula acción con existencia, y mediante un contraste con las estructuras de la forma y el significado, es decir algo así el engarce entre lo individual existente y lo esencialmente estructural de las formas, buscaremos estipular no sólo las pautas mediante las cuales se puede estudiar tal existencia, sino a su vez, estipular el marco conceptual-metodológico que permita historiográficamente su manejo. Pero para ello aun no podemos decir que hayamos finalizado de aprovechar a Foucault, pues requerimos proseguir en nuestro contraste para lograr caracterizar no sólo cada polo de nuestra relación, sino tambien la significatividad del engarce señalado.
 Y es que Foucault desde esta existencialidad del enunciado, declara que si el enunciado coincidiera con la frase, bastaría una gramática para estudiarlo. Al no ser esto siempre así, el único nivel que unifica a los enunciados en su totalidad, aun a riesgo de perder la sistematizidad, es la del estudio de los enunciados en el nivel de su existencia.
Ya desde aquí podemos contemplar que la distancia que separa a la arqueología de la metahistoria está dada por el centramiento que Foucautl va a realizar en el acto ilocutorio del enunciado en detrimento del acto locutivo; para el cual efectivamente bastaría analizar-describir la retoricidad del mismo.[13]
Por ello en tanto un enunciado existe cuando hay un acto de formulación, la arqueología se interesa  por la operación que ha sido efectuada, antes que por la fórmula retórica que en su emergencia ya acontece desde las formas intencionales de la promesa, la orden, el decreto, el contrato, el compromiso o la comprobación.[14]

El acto elocutorio no es lo que se ha desarrollado antes del momento mismo del enunciado (en el pensamiento del autor o en el juego de sus intenciones), [...] sino lo que ha producido por el hecho mismo de que ha habido enunciado y este enunciado precisamente (ningún otro) en unas circunstancias bien determinadas. [15]

Ahora bien, se recordará que cuando iniciamos la exposición a la metahistoria de White, el primer punto que resaltamos sobre el ser de la obra histórica era justo su irrebatibilidad, aspecto que en última instancia estaría fundado no desde el acto locutivo que planteaba White como estructuración o conformación del sentido, sino que la irrebatibilidad es propiamente desde el acto elocutivo, el acontecimiento de sí del enunciado.[16]
Por tanto, de aquí se sigue que es en el plano elocutivo donde reposa la verdad de la representación. Sin embargo en tanto lo elocutivo aparece al amparo del signo (lo gramático) y de las redes de significación (lo semántico),  esto irrefutable se pone en juego justo como voluntad de verdad en polémica con lo ya instituido como verdad.
Esto implica que las obras no son estructuras formales, sino que ya anterior a toda formalización,  se trata de eventualidades en la constitución de sentido que se encuentran sometidas a la economía del discurso, expresión que utilizaba Foucault para referir la polémica que levanta todo acto elocutivo auténtico.[17]
White erigió una crítica irónica al trabajo de Foucault sin reparar antes en las consecuencias interiores del planteo foucultiano: la inevitabilidad de la interrogación por el estatus ontológico de los objetos develados por la metodología foucultiana, y por tanto, la reversión o sobredeterminación del objeto metahistórico con respecto a la voluntad de verdad como voluntad de poder. Esta voluntad  postulamos, termina con su propia elisión, es decir, borra el signo de su propia aparición al tiempo que se erige como la supuesta autonomía de la forma. De ahí que el carácter apriorístico del tropo empleado por White, lo temátizado metahistóricamente para estipular el devenir de la conciencia histórica, pueda terminar por comparecer o constituir el criterio formal y metodológico de su investigación teórico-histórica. 
Es cierto que esto se podría revirar en términos de la presencia efectiva de lo retórico señalado y empleado por White al interior de las obras históricas decimonónicas que estudia. Sin embargo, cabe comprender que este problema de lo elidido en términos de la voluntad de poder no es único o exclusivo de White, sino que responde a un problema más general. En tanto la voluntad termina con su propia elisión, borra el signo de su aparición y simultáneamente se erige como una forma autónoma, la voluntad resulta no ser otra cosa más que la conciencia. Esto significa que detrás de los estudios posmodernos, aun se esconde la conciencia moderna.
Por ello, en tanto se devela el vacío respecto al estatus del tropo, qué, cómo y para qué traer a la palestra la cuestión del símbolo y del signo. ¿Cómo retornamos de aquí a la obra historiográfica y a la cuestión por el ser de la historia? Para esto era necesario dar el rodeo en torno a la práctica. Sin embargo, en tanto en este tránsito pragmático permanezcamos aun a la sombra de Aristóteles, cuando ya el estagirita se encuentra en el ámbito de influencia del propio Platón, la cuestión del signo como aparición significativa seguirá anclada en el ámbito de la presencia y la efectividad de ella como conciencia de.
La cuestión es entonces comprender no sólo aquello que hace el historiador y aquello que constituye su material de trabajo, sino que ya también al interior de nuestra propia comprensión, requerimos comprender cómo podríamos llevar a cabo tal ejercicio, comprender lo temporal no sólo desde la presentación de lo presencia al seno de la representación. Requerimos poder comprender la sobredeterminación de la presencia desde el ámbito técnico de su ejecución, es decir el acto enunciativo foucultiano en su eterno retorno al origen interpretativo.




[1] Michel Foucualt, Las palabras y las cosas, trad. Elsa Cecilia Frost, México, Siglo XXI, 1978, p.7. La episteme o campo epistemológico es el lugar arqueológico donde “[...] los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan  así una historia que no es la de su perfección creciente, sino las de sus condiciones de posibilidad”. Sin embargo, con respecto al concepto de episteme y al propio método que la arqueología del saber representa, hemos de estar precavidos por el estatuto metafísico que dicho “espacio del saber” conserva con respecto a la narración y al acaecimiento del tiempo humano. A este respecto  vid infra, n 40.
[2] Cfr. Martin Heidegger, “La época de la imagen del mundo.”, en Sendas perdidas: Holzwage, trad. José Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1969. p.67-98. Dice Heidegger: “En la metafísica se opera la reflexión sobre lo existente y una decisión sobre la esencia de la verdad. La metafísica funda una época al darle un fundamento de su figura esencial mediante una determinada interpretación de lo existente y mediante una determinada concepción de la verdad. Este fundamento domina todos los fenómenos que caracterizan la época. Viceversa, en esos fenómenos debe poderse reconocer el fundamento metafísico para una reflexión suficiente sobre ellos. Reflexionar es el valor de convertir en lo más discutible la verdad de los propios axiomas y el ámbito de los propios fines” (67). La pregunta en dado caso, más allá de qué es la metafísica, es antes  cómo se valoriza tal valor involucrado en toda decisión sobre la esencia de la verdad. Tanto en Heidegger como en Foucault –ambos siguen a Nietzsche en este sentido –, el fundamento no es sino una “voluntad de poder” por la que cabe preguntar en la reflexión. La esencia del existir humano definida de tal modo, se refleja en el uso por Heidegger en este mismo párrafo del concepto “dominio” para referir el papel de las determinaciones metafísicas hacia dentro del ámbito de lo categorialmente definible, la episteme.
[3] Por ello, al señalar la despreocupación ontológica en que reposan los presupuestos de White, estamos preguntando por la posibilidad de que la estipulación de formas trascendentales como los tropos para referir, clasificar y jerarquizar enunciados, sea la misma estipulación pero en una dimensión diferente que ya siempre se implica no sólo en la identificación de las formas ideales de la conducta humana, el ethos, sino también en la jerarquización y clasificación ideológica de las diversas prácticas humanas en relación al régimen de gobierno que se entreteje de tal clasificación-jerarquización. Tal vez sea prudente recordar el caso de La República de Platón, para poder observar aquello de lo que tratamos de hablar. En el diálogo, a Sócrates se le pregunta si es posible conocer al hombre justo. A esto Sócrates decide aplicar su teoría de las formas, en tanto que si puede obtener un modelo más grande y general del hombre, donde sea más sencillo contemplar la justicia, pueda estipular qué es la justicia misma de tal modo que en tal triangulación pueda dar cuenta de la justicia del hombre partícular. En tal sentido el modelo que Sócrates encuentra es justo el del Estado. De ahí se sigue la estipulación del Estado perfecto acorde a la idea de Justicia, el análisis de las constituciones políticas, y por ende, la indagación  en torno a las causas de degenere de la perfección del Estado. Es aquí cuanto entra en escena el ataque frontal a la poesía, en tanto que Platón argumenta que el Estado enfermo aparece cuando “van a aparecer la pintura y todas las artes, hijas del lujo”(p.486) . En tal sentido,  ¿de qué manera en la jerarquización no se juega algo distinto a la clasificación, sino simplemente se muestra en su operatividad aquello elidido de una clasificación: la valoración inherente a la ordenación mayor- menor que siempre se juega en el jerarquizar? ¿Esto significaría que a todo clasificar subyace el mismo valorar que se evidencia en la jerarquización? Y es que no debemos olvidar que del ataque a la poesía, en tanto la descomposición del Estado, y por tanto la determinación de un criterio formal para estipular los periodos de las constituciones, depende justo la explicitación metafísica de la teoría de las formas mismas. En tal sentido, en tanto que el objetivo de Platón para reformar a la polis de su época se juega cuando dice a Glauco que “Si es nuestro propósito convencerles de que jamás reinó la discordia entre los ciudadanos de una misma república, y que no puede reinar entre ellos sin crimen, obliguemos a los poetas a que no compongan nada, y  a los ancianos de entrambos sexos, a que no cuenten a los niños nada que tienda a ese fin” (p. 469).
[4] Tal sistema de escrituración del devenir cabría entenderlo no sólo desde el propio método de la Genealogía de la moral de Nietzsche, sino desde el objeto mismo descubierto por Nietzsche en su genealogía: la voluntad de saber.
[5] White, Metahistoria, op.cit. p. 15. N. White, tratando de escapar al fenómeno de la intepretación, o al menos constriñéndolo en un cerco retórico, se refiere a la convenientia, la aemulatio, la analogia y la sympatía que en Las palabras y las cosas  “nos dicen cómo ha de replegarse el mundo sobre sí mismo, duplicarse, reflejarse o encadenarse, para que las cosas puedan asemejarse. Nos dicen cuáles son los caminos de la similitud y por donde pasan; no dónde está ni cómo se la ve, ni por qué marca se le reconoce.” Michel Foucualt, Las palabras y las cosas, op.cit. p. 34. En torno a las posición de White y Foucault, hemos de estar alerta justo por el estatuto que conserva el problema de la interpretación de signos o tropos en Foucault y en White, pues es este punto el lugar desde el cual nosotros queremos escapar para buscar justo la hermenéuticidad historiográfica que se da desde el ser y el tiempo.
[6] Ibidem, p. 14.
[7] Hegel estipula que en los modos de la certeza, primero aparece la certeza sensible. En ella el contenido concreto de la experiencia se muestra como un conocimiento más rico que cualquier otro tipo de conocimiento, sin embargo es imposible encontrarle límites. Sobre él, la percepción comienza a posesionarse de lo verdadero en tanto constriñe la certeza sensible en correlato a lo universal. Es decir, el supuesto tomar la parte por el todo de la sinécdoque que White refiere. Por ello mismo lo universal en tanto esencia de la percepción, es una abstracción, que en tanto sus dos términos diferenciados, el que percibe y lo percibido, son lo no-esencial. Así en el tránsito de la certeza sensible a la percepción aparece el mundo suprasensible, el mundo de agentes y causas, donde la conciencia ha arribado a pensamientos. Ahora para que la conciencia puede apoderarse de su pensamiento, requiere justo del concepto. Sin embargo, en tanto se apodera del pensamiento como concepto, en tal movimiento la conciencia sólo se apodera del objeto y no es por tanto, la propia conciencia el objeto que se conceptualiza. Por ello el último escalafon, el empoderamiento del sí mismo, es la autoconciencia en tanto la concienia se duplica a sí y se capta en su propio movimiento en tanto otro. Solo en términos de esta posesición de la autoconciencia, dice Hegel, “es que entramos en el reino de la verdad”. G. W. F Hegel, Fenomenología del espíritu, trad. Wenceslao Roses, México, 2008, p. 107. En este sentido, en tanto Hegel postula que “si llamamos concepto al movimiento del saber y objeto al saber, pero como unidad quieta o como yo, vemos que, no solamente para nosotros, sino para el saber mismo, el objeto corresponde al concepto”, la posesión de las pautas formales de la representación historiográfica, aparecerían como la verdadera instancia de objetividad y conceptualización del conocimiento histórico. En tal sentido, ¿no correspondería el registro histórico sin pulir a una instancia de certeza sensible? En tal sentido es que el nivel donde se ubica White correspondería a la autoconciencia. En tal sentido, cómo cabe interpretar la irrebatibilidad la obra histórica, en términos de la conciencia histórica efectual de Gadamer o la como autoconciencia hegeliana?
[8] El conflicto aquí descansa en la oposición saussuriana entre el plano sincrónico del discurso, la estructura, y el plano diacrónico del mismo, la historicidad del discurso. Ferdinad de Saussure, Curso de lingüística general. Tomo I, Buenos Aires, Losada, 2007, p. 178 y ss. Si la distinción saussuriana se finca en la dicotomía entre lenguaje y habla ¿qué describe White? ¿el lenguaje histórico o el habla de la historiografía? Nosotros hemos de entender la cuestión así: Las estructuras se estructuran, es decir, lo sincrónico posee un fundamento diacrónico que de hecho no es sino el acaecimiento efectivo de habla. Sólo desde tal nivel fue posible históricamente realizar descubrimientos sincrónicos con respecto al habla, no al lenguaje. Si White quiere escapar de la fugacidad y volatilidad de la interpretación, ¿qué consecuencias tiene esto con respecto a los estudios históricos sino su formalización? ¿qué nos impide pensar que tal fugacidad y volatilidad sean ellas mismas los componentes de la historicidad?
[9] Michel Foucault, La arqueología del saber, trad. Aurelio Garzón del Camino, México, Siglo XXI, 2007, p. 9.
[10]  Son estas formaciones enunciativas las mismas que White con razón, denuncia como formalizaciones de los tropos. Sin embargo, la razón no alcanza a observar que tales formalizaciones no son realizadas por Foucault, al menos no en primera instancia. A la sazón preguntamos de qué depende el que se puedan erigir tipologias. Tanto la propuesta de Foucault y de White le deben mucho a la distinción instaurada por Austin (en How to do things whit words) y Seerle (en Speech Acts) entre el acto locutivo y el acto ilocutivo.
El primer término, como acto del decir, es lo que hacemos el relacionar la función predicativa con la función identificadora, es decir, adjudicarle un predicado a un sujeto. Las reglas, las disposiciones generales y las formas de estos actos serían justo los campos de estudio de la gramática y la retórica. Lo relevante del posicionamiento de Austin y Serle es que las diversas formas que adopta un mismo contenido proposicional no afectan al acto locutivo, sino a su fuerza. Esta razón sería el sentido al porqué White señala que los historiadores, si bien pueden gestar representaciones opuestas a los mismos eventos, tal contradicción es solo aparente, formal o tropológica, pues aun se inscribiria en el proceso de la conceptualización que se requiere en el ámbito de la metahistória. Vid. supra. 1.B, de ahí su crítica a Foucault.
Pero ahora bien, el acto ilocutivo, justo como la fuerza de la locución, es aquello que hace uno al decir, de tal modo que Austin y Serle diferencian entre los constatativos y los preformativos, y colocan a la promesa como modelo paradigmático de estos.  Ricoeur los define como “[...] enunciados en primera persona del singular del presente de indicativo y se refieren a acciones que dependen del que se compromete”, Ricœur, La metáfora viva, op.cit. p. 106. Ahora bien, cabe preguntar si lo elocutivo es causa o conscuencia de la locución, ¿pues no nos enfrentaremos en tal dilema a la reificación del habla en términos del lenguaje? La propia propuesta de la metahistórica finca la separación entre el modo de tramar y el modo de argumentar en función de la distinción entre acto locutivo y el acto ilocutivo, cuando el verdadero problema es justo el tema del referente, que para White siquiera lo es por estar asegurado al no cuestionarse nunca. El objeto intencional del acto elocutivo, que si bien con Austin y Serle podemos aceptar no afecta a la formulación del acto locutivo, sí interviene en el llamado “contexto” de la propia locución. Todo estriba en preguntar qué es esa fuerza de la enunciación que nos permite  “formalizar” el proceso productivo del habla en términos de los tropos en tanto modos generales de la producción enunciativa. Los modos, cualidades y  cantidades, pero sobre todo los efectos y la efectuación de la enunciación, serían justo lo pertinente a en un estudio de hermenéutica historiográfica.
[11] ¿Qué es la organización, qué es el orden del discurso? Aquí podemos identificar la posición de Foucault con respecto a  las dos grandes tradiciones de estudio de los procesos del lenguaje: las teorías que ubican al uso como natural y aquellas que lo estipulan desde la convención o el pacto social. El propio Foucault admitió sin embargo que en un momento, persiguió el estudio trascendental de la producción del discurso. Declara en tal sentido: “Pero en realidad ¿de qué he hablado hasta aquí? [...] me pregunto si en el curso de mi estudio no he cambiado de orientación, si no he sustituido por otra búsqueda el horizonte primero; si, al analizar ‘objetos’ o ‘conceptos’, y con mayor razón ‘estrategias’, seguía hablando de los enunciados; si los cuatro conjuntos de reglas por los que yo caracterizaba una formación discursiva definen bien unos grupos de enunciados.” ibidem, p. 132.
[12] Ibidem, p, 135.
[13] “Y el espacio de las semejanzas inmediatas se convierte en un gran libro abierto; está plagado de grafismos; todo  a lo largo de la página se ven figuras extrañas que se entrecruzan y, a veces se repiten. Lo único que hay que hacer es descifrarlas.”, Foucault, Las palabras y las cosas, op.cit. p.35.
[14] Vid. Supra. N. 32. Aquello que hace el decir es justo el despliegue intencional o performatividad de estas prácticas referidas por Foucault.
[15]  Foucault, La arqueología del saber, op. cit p. 138. En tanto intencionalidad Cfr. Edmund Husserl, “Intencion significativa y cumplimiento significativo” en Investigaciones lógicas II, Madrid, Alianza Editorial, 1999, p. 605- 633. así como,  Ricœur, La metáfora viva, op. Cit. p. 107-108.
[16] A tal respecto, en la contra-pregunta por la posesión de categorías y estrategias discursivas o argumentativas, requeriríamos comprender la situación desde su constitución netamente histórica. Al respecto cabría realizar las siguientes preguntas: ¿cómo iniciaron las teorías y las estrategias de la rebatibilidad? Es decir, ¿cómo iniciaron las doctrinas erísticas y mayéuticas de la antigua Grecía? ¿Cómo en la estipulación de la verdad y de los primeros principios comienza la filosofía griega?, y ¿cómo desde Platón y Aristóteles es que finalmente es posible la construcción de una gramática, una retórica y una dialéctica, dispositivo de verdad que a la postre constituirían el núcleo de la enseñanza del Trivium durante la edad medía? Pues  resulta que la exclusión de la poesía de la República de Platón así como la posibilidad del tratamiento analítico de Aristóteles para con la Poética se construye justo en el tránsito de los siglos VI al siglo IV a.C.
[17] Dice Foucault en el primer volumen de la Historia de la sexualiad: “la ‘economía’ de los discursos, quiero decir su tecnología intrínseca, las necesidades de funcionamiento, las tácticas que ponen en acción, los efectos de poder que los subtienden y que conllevan –es esto y no un sistema de representaciones lo que determina los caracteres fundamentales que lo dice”, Historia de la sexualidad. I.- La voluntad de saber, México, Siglo XIX, 2000, p. 86. Para nosotros, a pesar  de lo que diga Focuault, todo eso implicado en términos de “economía” es justo el “sistema de representaciones”.
Enhanced by Zemanta

No hay comentarios:

Publicar un comentario