3.- La práctica interpretativa
del historiador.
Para
comenzar a pugnar por una respuesta a las interrogantes desatadas en función de
nuestra exposición a la Metahistoria ,
y fundamentalmente, para comprender la señalada historiograficidad, antes hemos
de intentar responder a nuestra pregunta fundamental por el ser de la historia
aun cuando de momento sólo podemos enunciarlo del siguiente modo: Toda
decisión, el momento ético señalado por White, es un momento de confluencia y
coyuntura poética que posee y dispone de una dimensión esencialmente
ontologizante desde donde emerge el ser de las cosas, ser que está ya siempre
en relación directa a las posibilidades categoriales que tal acto preescribe, a
la par que dicho evento es preescrito desde la efectividad que su enunciación
le habilita.
De hecho esta totalidad, a la cual se circunscribe la
decisión ética, la podríamos captar desde aquello que Michel Foucault llamó
episteme.[1]
En tal sentido el problema con Metahistoria
está en la despreocupación ontológica en que reposan los axiomas que habilitan
la propia obra.[2]
A tal respecto es que al perseguir la relación entre la
teoría metahistórica y el campo epistémico de Foucault, lo que buscamos es
determinar el estado de emergencia y transformación de las disciplinas modernas
al tiempo que también intentamos comprender la especificidad aporética y
axiomática de los modelos en relación de la aparición de tales fenómenos como
la ciencias, las disciplinas o las artes al interior de los modelos mismos.[3]
Es decir, esto nos permitirá fijar tentativamente los límites de la
hermenéutica que perseguimos al partir de la deconstrucción de la metahistoria.
Pero bien, retornando a nuestro análisis, si por un lado
resulta que el aparato conceptual del historiador está determinado por la “sensibilidad
estética”, tal sensibilidad es de antemano condicionada por el momento ético
que compromete cognitivamente a la representación mental del historiador con
una ideología política. ¿En qué reposa tal momento ético que posee una esencial
resonancia política?
Para nosotros, tal decisión política no puede ser
justificada de suyo sino sólo comprensible a partir del concepto de voluntad de
poder. Es decir, el momento ético no es justificable en relación a un plano
trascendental atemporal o a un plano metahistórico eminentemente típico-ideal,
sino que siendo referencial –y además ocultando en ello la señal misma de su
referencia –, el momento ético es un acto discursivo de saber-poder que
estipula cuál es el ser de las cosas y cómo es aprehensible ese ser para el
propio decir del saber-poder. En tanto acto discursivo, el momento ético se
encuentra por tanto ya inscrito en un sistema específico de escrituración y prescripción
del devenir.[4] Esto
es lo que queremos decir con historiograficidad y la constitución desde ella de
las nociones y teorías metahistóricas.
Bajo
tal perspectiva, requerimos analizar la crítica que White lanzó sobre Michel Foucualt,
pues desde esta otra platataforma, podremos realizar una nueva interpretación
de los problemas que nos atañen. Y es que aun cuando en el tránsito hacia El contenido de la forma White haya
salido categoriálmente del enfoque ideal-formal para comprender el ser de la
obra, los relatos y las narraciones como acciones peculiares del género humano,
requerimos antes contemplar las dificultades y peculiaridades que podría
implicar un giro pragmático en la estipulación del ser y sentido de la
producción de conocimiento histórico y la representación historiográfica desde
el ámbito de la acción.
a)
El problema de la formación de las
estructuras y la conciencia histórica.
En
la nota cuatro de “La poética de la historia”, White refiere sobre Michel
Foucacult, y en general sobre el estructuralismo francés que
[...] estos últimos están, en general, presos de
estrategias tropológicas de interpretación; así como lo estaban sus
contrapartes del siglo XIX. Foucault, por ejemplo, no parece darse cuenta que
las categorías que usa para analizar la historia de las ciencias humanas son
poco más que formalizaciones de los tropos.[5]
Si White finalmente considera a la obra histórica como “una
estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa que dice ser un
modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo
que fueron representándolos.”[6],
¿qué es lo que podemos concluir de la metahistoria en tanto método?, ¿qué
entiende White por representación? Pues creemos que a pesar de aplicar una
analítica tropológica, no estamos seguros de que White escape a la misma formalización de los
tropos que refiere sobre Foucault. Por ello preguntamos si White escapa a las
condiciones del pensamiento histórico decimonónico al hacer conciente la
estructura poética del conocimiento histórico. Y es que al parecer en tal
conciencia metahistórica –o simplemente autoconciencia histórica[7]
–, el analista ingresaría cognitivamente a la esencia de la conciencia
histórica y a la esencia del lenguaje poético, y por tanto a la posesión de
ambas. Por ello si bien es cierto que White identificó los componentes
estructurales de los relatos históricos, nos preguntamos si con ello habrá
identificado la estructuración de tales estructuras[8],
pues de hecho ¿es posible realizar tal identificación y poseer tal conocimiento
en términos autoconscientes? ¿Pues la posesión de las categorías no implicaría la
negación tácita a nuestra hipótesis sobre la imposibilidad de la metahistoria
así como de todo trascendentalismo a dar cuenta por el momento efectivo en que
puede algo aparecer como presente desde la representación? Pues de fondo lo que
se juega aquí es el problema de la posesión de las categorías, los términos,
los conceptos y las pautas críticas que nos permiten dar cuenta de las cosas
desde la descripción técnica. Es decir, si la posición trascendental de
metahistoria no puede dar cuenta por el momento de la presencia efectiva en que
la representación ejecuta su vocación, cómo entonces es que dispone de una
terminología y de una teoría.
Se podría argüir en última instancia que la postura
habilitada por una lingüística como la sassuriana ya implicada en White, no es
una posición trascendental, y por ello puede dar cuenta de los elementos
sincrónicos de su análisis. Sin embargo, nuestra hipótesis sobre la imposibilidad
de justificación tiene una consecuencia final en términos de que dicha
imposibilidad es de hecho, el presupuesto necesario de toda posición
metafísica.
Por ello necesitamos probar nuestras inferencias sobre la
ingenuidad con que se asume la existencia de una realidad per se que se somete a una prosa clara y racional a la que el
historiador estaría impedido a condición de aprehender la terminología y el
despliegue analítico de una retórica ejecutada por White. De aquí la
pertinencia de traer a Michel Foucault.
b)
El registro sin pulir y el campo enunciativo
Con
una leve diferencia con respecto al planteamiento del estudio de la episteme
explicada en Las palabras y las cosas,
la apertura conceptual de La arqueología
del saber es, en este sentido, bastante clara en torno al tipo de
cuestiones a las que se encamina en búsqueda de soluciones. De tal manera que
Foucault puede resumir la intención de la arqueología del saber en tanto
metodología histórica simplemente como “la revisión del valor del documento”.[9]
Con respecto a esto, y justo en tanto enunciamos que White
convierte a la obra historiográfica en documento, las llamadas formaciones
discursivas de Foucault no coinciden con las unidades tradicionales del libro o
la obra.[10] Así
mismo, las formaciones discursivas son y están contrapuestas a los principios
de unidad que desde una vertiente de los estudios del lenguaje, en tanto
supuestas leyes de construcción del discurso, tratan de prescribir la
organización formal del discurso.[11]
O como en el caso de White, que desde la gramática, postulan poder comprender
la construcción de sentido cercando la interpretación de la producción
historiográfica.
El enunciado, en tanto unidad elemental del discurso, es un
speech act que por su dimensión
performativa antes de cualquier cosa, es una apertura de mundo. Por ello “Los
criterios que permiten definir la identidad de una proposición [...] no sirven
para describir la unidad singular de un enunciado”.[12]
Tal unidad singular del enunciado no es sino la de su existencia.
Con esta revelación de la instancia que vincula acción con
existencia, y mediante un contraste con las estructuras de la forma y el
significado, es decir algo así el engarce entre lo individual existente y lo
esencialmente estructural de las formas, buscaremos estipular no sólo las
pautas mediante las cuales se puede estudiar tal existencia, sino a su vez,
estipular el marco conceptual-metodológico que permita historiográficamente su
manejo. Pero para ello aun no podemos decir que hayamos finalizado de aprovechar
a Foucault, pues requerimos proseguir en nuestro contraste para lograr
caracterizar no sólo cada polo de nuestra relación, sino tambien la
significatividad del engarce señalado.
Y es que Foucault desde
esta existencialidad del enunciado, declara que si el enunciado coincidiera con
la frase, bastaría una gramática para estudiarlo. Al no ser esto siempre así,
el único nivel que unifica a los enunciados en su totalidad, aun a riesgo de
perder la sistematizidad, es la del estudio de los enunciados en el nivel de su
existencia.
Ya desde aquí podemos contemplar que la distancia que
separa a la arqueología de la metahistoria está dada por el centramiento que
Foucautl va a realizar en el acto ilocutorio del enunciado en detrimento del
acto locutivo; para el cual efectivamente bastaría analizar-describir la
retoricidad del mismo.[13]
Por ello en tanto un enunciado existe cuando hay un acto de
formulación, la arqueología se interesa
por la operación que ha sido efectuada, antes que por la fórmula
retórica que en su emergencia ya acontece desde las formas intencionales de la
promesa, la orden, el decreto, el contrato, el compromiso o la comprobación.[14]
El acto elocutorio no es lo que se ha desarrollado
antes del momento mismo del enunciado (en el pensamiento del autor o en el
juego de sus intenciones), [...] sino lo que ha producido por el hecho mismo de
que ha habido enunciado y este enunciado precisamente (ningún otro) en unas
circunstancias bien determinadas. [15]
Ahora bien, se recordará que cuando iniciamos la exposición
a la metahistoria de White, el primer punto que resaltamos sobre el ser de la
obra histórica era justo su irrebatibilidad, aspecto que en última instancia
estaría fundado no desde el acto locutivo que planteaba White como
estructuración o conformación del sentido, sino que la irrebatibilidad es
propiamente desde el acto elocutivo, el acontecimiento de sí del enunciado.[16]
Por tanto, de aquí se sigue que es en el plano elocutivo
donde reposa la verdad de la representación. Sin embargo en tanto lo elocutivo
aparece al amparo del signo (lo gramático) y de las redes de significación (lo
semántico), esto irrefutable se pone en
juego justo como voluntad de verdad en polémica con lo ya instituido como
verdad.
Esto implica que las obras no son estructuras formales,
sino que ya anterior a toda formalización, se trata de eventualidades en la constitución
de sentido que se encuentran sometidas a la economía del discurso, expresión
que utilizaba Foucault para referir la polémica que levanta todo acto elocutivo
auténtico.[17]
White erigió una crítica irónica al trabajo de Foucault sin
reparar antes en las consecuencias interiores del planteo foucultiano: la
inevitabilidad de la interrogación por el estatus ontológico de los objetos
develados por la metodología foucultiana, y por tanto, la reversión o
sobredeterminación del objeto metahistórico con respecto a la voluntad de
verdad como voluntad de poder. Esta voluntad postulamos, termina con su propia elisión, es
decir, borra el signo de su propia aparición al tiempo que se erige como la
supuesta autonomía de la forma. De ahí que el carácter apriorístico del tropo
empleado por White, lo temátizado metahistóricamente para estipular el devenir
de la conciencia histórica, pueda terminar por comparecer o constituir el criterio
formal y metodológico de su investigación teórico-histórica.
Es cierto que esto se podría revirar en términos de la
presencia efectiva de lo retórico señalado y empleado por White al interior de
las obras históricas decimonónicas que estudia. Sin embargo, cabe comprender
que este problema de lo elidido en términos de la voluntad de poder no es único
o exclusivo de White, sino que responde a un problema más general. En tanto la
voluntad termina con su propia elisión, borra el signo de su aparición y
simultáneamente se erige como una forma autónoma, la voluntad resulta no ser otra cosa más que la conciencia.
Esto significa que detrás de los estudios posmodernos, aun se esconde la
conciencia moderna.
Por ello, en tanto se devela el vacío respecto al estatus
del tropo, qué, cómo y para qué traer a la palestra la cuestión del símbolo y
del signo. ¿Cómo retornamos de aquí a la obra historiográfica y a la cuestión
por el ser de la historia? Para esto era necesario dar el rodeo en torno a la
práctica. Sin embargo, en tanto en este tránsito pragmático permanezcamos aun a
la sombra de Aristóteles, cuando ya el estagirita se encuentra en el ámbito de
influencia del propio Platón, la cuestión del signo como aparición
significativa seguirá anclada en el ámbito de la presencia y la efectividad de
ella como conciencia de.
La cuestión es entonces comprender no sólo aquello que hace
el historiador y aquello que constituye su material de trabajo, sino que ya
también al interior de nuestra propia comprensión, requerimos comprender cómo
podríamos llevar a cabo tal ejercicio, comprender lo temporal no sólo desde la
presentación de lo presencia al seno de la representación. Requerimos poder
comprender la sobredeterminación de la presencia desde el ámbito técnico de su
ejecución, es decir el acto enunciativo foucultiano en su eterno retorno al
origen interpretativo.
[1] Michel Foucualt, Las palabras y las cosas, trad. Elsa Cecilia
Frost, México, Siglo XXI, 1978, p.7. La episteme o campo epistemológico es el
lugar arqueológico donde “[...] los conocimientos, considerados fuera de
cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas,
hunden su positividad y manifiestan así
una historia que no es la de su perfección creciente, sino las de sus
condiciones de posibilidad”. Sin embargo, con respecto al concepto de episteme
y al propio método que la arqueología del saber representa, hemos de estar
precavidos por el estatuto metafísico que dicho “espacio del saber” conserva
con respecto a la narración y al acaecimiento del tiempo humano. A este
respecto vid infra, n 40.
[2] Cfr. Martin Heidegger, “La
época de la imagen del mundo.”, en Sendas
perdidas: Holzwage, trad. José Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1969.
p.67-98. Dice Heidegger: “En la metafísica se opera la reflexión sobre lo
existente y una decisión sobre la esencia de la verdad. La metafísica funda una
época al darle un fundamento de su figura esencial mediante una determinada
interpretación de lo existente y mediante una determinada concepción de la
verdad. Este fundamento domina todos los fenómenos que caracterizan la época.
Viceversa, en esos fenómenos debe poderse reconocer el fundamento metafísico
para una reflexión suficiente sobre ellos. Reflexionar es el valor de convertir
en lo más discutible la verdad de los propios axiomas y el ámbito de los
propios fines” (67). La pregunta en dado caso, más allá de qué es la
metafísica, es antes cómo se valoriza
tal valor involucrado en toda decisión sobre la esencia de la verdad. Tanto en
Heidegger como en Foucault –ambos siguen a Nietzsche en este sentido –, el
fundamento no es sino una “voluntad de poder” por la que cabe preguntar en la
reflexión. La esencia del existir humano definida de tal modo, se refleja en el
uso por Heidegger en este mismo párrafo del concepto “dominio” para referir el
papel de las determinaciones metafísicas hacia dentro del ámbito de lo
categorialmente definible, la episteme.
[3] Por ello, al señalar la despreocupación ontológica en que reposan los
presupuestos de White, estamos preguntando por la posibilidad de que la
estipulación de formas trascendentales como los tropos para referir, clasificar
y jerarquizar enunciados, sea la misma estipulación pero en una dimensión
diferente que ya siempre se implica no sólo en la identificación de las formas
ideales de la conducta humana, el ethos, sino también en la jerarquización y
clasificación ideológica de las diversas prácticas humanas en relación al
régimen de gobierno que se entreteje de tal clasificación-jerarquización. Tal
vez sea prudente recordar el caso de La República
de Platón, para poder observar aquello de lo que tratamos de hablar. En el
diálogo, a Sócrates se le pregunta si es posible conocer al hombre justo. A
esto Sócrates decide aplicar su teoría de las formas, en tanto que si puede
obtener un modelo más grande y general del hombre, donde sea más sencillo
contemplar la justicia, pueda estipular qué es la justicia misma de tal modo
que en tal triangulación pueda dar cuenta de la justicia del hombre partícular.
En tal sentido el modelo que Sócrates encuentra es justo el del Estado. De ahí
se sigue la estipulación del Estado perfecto acorde a la idea de Justicia, el
análisis de las constituciones políticas, y por ende, la indagación en torno a las causas de degenere de la
perfección del Estado. Es aquí cuanto entra en escena el ataque frontal a la
poesía, en tanto que Platón argumenta que el Estado enfermo aparece cuando “van
a aparecer la pintura y todas las artes, hijas del lujo”(p.486) . En tal
sentido, ¿de qué manera en la jerarquización
no se juega algo distinto a la clasificación, sino simplemente se muestra en su
operatividad aquello elidido de una clasificación: la valoración inherente a la
ordenación mayor- menor que siempre se juega en el jerarquizar? ¿Esto
significaría que a todo clasificar subyace el mismo valorar que se evidencia en
la jerarquización? Y es que no debemos olvidar que del ataque a la poesía, en
tanto la descomposición del Estado, y por tanto la determinación de un criterio
formal para estipular los periodos de las constituciones, depende justo la
explicitación metafísica de la teoría de las formas mismas. En tal sentido, en
tanto que el objetivo de Platón para reformar a la polis de su época se juega
cuando dice a Glauco que “Si es nuestro propósito convencerles de que jamás
reinó la discordia entre los ciudadanos de una misma república, y que no puede
reinar entre ellos sin crimen, obliguemos a los poetas a que no compongan nada,
y a los ancianos de entrambos sexos, a
que no cuenten a los niños nada que tienda a ese fin” (p. 469).
[4] Tal sistema de escrituración del devenir cabría entenderlo no sólo
desde el propio método de la
Genealogía de la moral de Nietzsche, sino desde el
objeto mismo descubierto por Nietzsche en su genealogía: la voluntad de saber.
[5] White, Metahistoria, op.cit. p. 15. N. White, tratando de
escapar al fenómeno de la intepretación, o al menos constriñéndolo en un cerco
retórico, se refiere a la convenientia,
la aemulatio, la analogia y la sympatía
que en Las palabras y las cosas “nos dicen cómo ha de replegarse el mundo
sobre sí mismo, duplicarse, reflejarse o encadenarse, para que las cosas puedan
asemejarse. Nos dicen cuáles son los caminos de la similitud y por donde pasan;
no dónde está ni cómo se la ve, ni por qué marca se le reconoce.” Michel
Foucualt, Las palabras y las cosas, op.cit.
p. 34. En torno a las posición de White y Foucault, hemos de estar alerta justo
por el estatuto que conserva el problema de la interpretación de signos o
tropos en Foucault y en White, pues es este punto el lugar desde el cual
nosotros queremos escapar para buscar justo la hermenéuticidad historiográfica
que se da desde el ser y el tiempo.
[6] Ibidem, p. 14.
[7] Hegel estipula que en los modos de la certeza, primero aparece la
certeza sensible. En ella el contenido concreto de la experiencia se muestra
como un conocimiento más rico que cualquier otro tipo de conocimiento, sin
embargo es imposible encontrarle límites. Sobre él, la percepción comienza a
posesionarse de lo verdadero en tanto constriñe la certeza sensible en
correlato a lo universal. Es decir, el supuesto tomar la parte por el todo de
la sinécdoque que White refiere. Por ello mismo lo universal en tanto esencia
de la percepción, es una abstracción, que en tanto sus dos términos
diferenciados, el que percibe y lo percibido, son lo no-esencial. Así en el
tránsito de la certeza sensible a la percepción aparece el mundo suprasensible,
el mundo de agentes y causas, donde la conciencia ha arribado a pensamientos.
Ahora para que la conciencia puede apoderarse de su pensamiento, requiere justo
del concepto. Sin embargo, en tanto se apodera del pensamiento como concepto,
en tal movimiento la conciencia sólo se apodera del objeto y no es por tanto,
la propia conciencia el objeto que se conceptualiza. Por ello el último
escalafon, el empoderamiento del sí mismo, es la autoconciencia en tanto la
concienia se duplica a sí y se capta en su propio movimiento en tanto otro.
Solo en términos de esta posesición de la autoconciencia, dice Hegel, “es que
entramos en el reino de la verdad”. G. W. F Hegel, Fenomenología del espíritu, trad. Wenceslao Roses, México, 2008, p.
107. En este sentido, en tanto Hegel postula que “si llamamos concepto al
movimiento del saber y objeto al saber, pero como unidad quieta o como yo, vemos
que, no solamente para nosotros, sino para el saber mismo, el objeto
corresponde al concepto”, la posesión de las pautas formales de la
representación historiográfica, aparecerían como la verdadera instancia de
objetividad y conceptualización del conocimiento histórico. En tal sentido, ¿no
correspondería el registro histórico sin pulir a una instancia de certeza
sensible? En tal sentido es que el nivel donde se ubica White correspondería a
la autoconciencia. En tal sentido, cómo cabe interpretar la irrebatibilidad la
obra histórica, en términos de la conciencia histórica efectual de Gadamer o la
como autoconciencia hegeliana?
[8] El conflicto aquí descansa en la oposición saussuriana entre el plano
sincrónico del discurso, la estructura, y el plano diacrónico del mismo, la
historicidad del discurso. Ferdinad de Saussure, Curso de lingüística general.
Tomo I, Buenos Aires, Losada, 2007, p. 178 y ss. Si la distinción saussuriana
se finca en la dicotomía entre lenguaje y habla ¿qué describe White? ¿el
lenguaje histórico o el habla de la historiografía? Nosotros hemos de entender
la cuestión así: Las estructuras se estructuran, es decir, lo sincrónico posee
un fundamento diacrónico que de hecho no es sino el acaecimiento efectivo de
habla. Sólo desde tal nivel fue posible históricamente realizar descubrimientos
sincrónicos con respecto al habla, no al lenguaje. Si White quiere escapar de
la fugacidad y volatilidad de la interpretación, ¿qué consecuencias tiene esto
con respecto a los estudios históricos sino su formalización? ¿qué nos impide
pensar que tal fugacidad y volatilidad sean ellas mismas los componentes de la
historicidad?
[9] Michel Foucault, La arqueología
del saber, trad. Aurelio Garzón del Camino, México, Siglo XXI, 2007, p. 9.
[10] Son estas formaciones enunciativas
las mismas que White con razón, denuncia como formalizaciones de los tropos.
Sin embargo, la razón no alcanza a observar que tales formalizaciones no son
realizadas por Foucault, al menos no en primera instancia. A la sazón
preguntamos de qué depende el que se puedan erigir tipologias. Tanto la
propuesta de Foucault y de White le deben mucho a la distinción instaurada por
Austin (en How to do things whit words)
y Seerle (en Speech Acts) entre el
acto locutivo y el acto ilocutivo.
El primer término,
como acto del decir, es lo que hacemos el relacionar la función predicativa con
la función identificadora, es decir, adjudicarle un predicado a un sujeto. Las
reglas, las disposiciones generales y las formas de estos actos serían justo
los campos de estudio de la gramática y la retórica. Lo relevante del
posicionamiento de Austin y Serle es que las diversas formas que adopta un
mismo contenido proposicional no afectan al acto locutivo, sino a su fuerza.
Esta razón sería el sentido al porqué White señala que los historiadores, si
bien pueden gestar representaciones opuestas a los mismos eventos, tal
contradicción es solo aparente, formal o tropológica, pues aun se inscribiria
en el proceso de la conceptualización que se requiere en el ámbito de la metahistória.
Vid. supra. 1.B, de ahí su crítica a
Foucault.
Pero ahora
bien, el acto ilocutivo, justo como la fuerza de la locución, es aquello que
hace uno al decir, de tal modo que Austin y Serle diferencian entre los
constatativos y los preformativos, y colocan a la promesa como modelo
paradigmático de estos. Ricoeur los
define como “[...] enunciados en primera persona del singular del presente de
indicativo y se refieren a acciones que dependen del que se compromete”,
Ricœur, La metáfora viva, op.cit. p. 106. Ahora bien, cabe
preguntar si lo elocutivo es causa o conscuencia de la locución, ¿pues no nos
enfrentaremos en tal dilema a la reificación del habla en términos del
lenguaje? La propia propuesta de la metahistórica finca la separación entre el
modo de tramar y el modo de argumentar en función de la distinción entre acto
locutivo y el acto ilocutivo, cuando el verdadero problema es justo el tema del
referente, que para White siquiera lo es por estar asegurado al no cuestionarse
nunca. El objeto intencional del acto elocutivo, que si bien con Austin y Serle
podemos aceptar no afecta a la formulación del acto locutivo, sí interviene en
el llamado “contexto” de la propia locución. Todo estriba en preguntar qué es
esa fuerza de la enunciación que nos permite
“formalizar” el proceso productivo del habla en términos de los tropos
en tanto modos generales de la producción enunciativa. Los modos, cualidades
y cantidades, pero sobre todo los
efectos y la efectuación de la enunciación, serían justo lo pertinente a en un
estudio de hermenéutica historiográfica.
[11] ¿Qué es la organización, qué es el orden del discurso? Aquí podemos
identificar la posición de Foucault con respecto a las dos grandes tradiciones de estudio de los
procesos del lenguaje: las teorías que ubican al uso como natural y aquellas
que lo estipulan desde la convención o el pacto social. El propio Foucault
admitió sin embargo que en un momento, persiguió el estudio trascendental de la
producción del discurso. Declara en tal sentido: “Pero en realidad ¿de qué he
hablado hasta aquí? [...] me pregunto si en el curso de mi estudio no he
cambiado de orientación, si no he sustituido por otra búsqueda el horizonte
primero; si, al analizar ‘objetos’ o ‘conceptos’, y con mayor razón
‘estrategias’, seguía hablando de los enunciados; si los cuatro conjuntos de
reglas por los que yo caracterizaba una formación discursiva definen bien unos
grupos de enunciados.” ibidem, p.
132.
[12] Ibidem, p, 135.
[13] “Y el espacio de las semejanzas inmediatas se convierte en un gran
libro abierto; está plagado de grafismos; todo
a lo largo de la página se ven figuras extrañas que se entrecruzan y, a
veces se repiten. Lo único que hay que hacer es descifrarlas.”, Foucault, Las palabras y las cosas, op.cit. p.35.
[14] Vid. Supra. N. 32. Aquello
que hace el decir es justo el despliegue intencional o performatividad de estas
prácticas referidas por Foucault.
[15] Foucault, La arqueología del saber, op.
cit p. 138. En tanto intencionalidad Cfr.
Edmund Husserl, “Intencion significativa y cumplimiento significativo” en Investigaciones lógicas II, Madrid,
Alianza Editorial, 1999, p. 605- 633. así como,
Ricœur, La metáfora viva, op.
Cit. p. 107-108.
[16] A tal respecto, en la contra-pregunta por la
posesión de categorías y estrategias discursivas o argumentativas,
requeriríamos comprender la situación desde su constitución netamente
histórica. Al respecto cabría realizar las siguientes preguntas: ¿cómo
iniciaron las teorías y las estrategias de la rebatibilidad? Es decir, ¿cómo
iniciaron las doctrinas erísticas y mayéuticas de la antigua Grecía? ¿Cómo en
la estipulación de la verdad y de los primeros principios comienza la filosofía
griega?, y ¿cómo desde Platón y Aristóteles es que finalmente es posible la
construcción de una gramática, una retórica y una dialéctica, dispositivo de
verdad que a la postre constituirían el núcleo de la enseñanza del Trivium durante la edad medía? Pues resulta que la exclusión de la poesía de la República de Platón así
como la posibilidad del tratamiento analítico de Aristóteles para con la Poética se construye justo
en el tránsito de los siglos VI al siglo IV a.C.
[17] Dice Foucault en el primer volumen de la Historia de la sexualiad: “la ‘economía’ de los
discursos, quiero decir su tecnología intrínseca, las necesidades de
funcionamiento, las tácticas que ponen en acción, los efectos de poder que los
subtienden y que conllevan –es esto y no un sistema de representaciones lo que
determina los caracteres fundamentales que lo dice”, Historia de la sexualidad. I.- La voluntad de saber, México, Siglo
XIX, 2000, p. 86. Para nosotros, a pesar
de lo que diga Focuault, todo eso implicado en términos de “economía” es
justo el “sistema de representaciones”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario