De
querernos atener a las diversas ciencias del lenguaje, tal insuficiencia del
enunciado por contener en sí y por sí mismo al acto ilocutivo, señala el
tránsito que en el estudio de lo ejecutado por la metáfora, realiza Ricœur en La metáfora viva en términos de la
subordinación que la semiótica, e incluso la semántica, conservan para con
aquello que es esencialmente un acontecimiento hermenéutico.
Michel Foucault (Photo credit: alltagskunst) |
Sin embargo, una equiparidad entre las
posiciones de Ricœur y Foucault es completamente de signo contrario. Por un
lado Ricœur reclama la injerencia y la pertinencia de una hermenéutica del
texto para ir descendiendo progresivamente
a las unidades elementales –y por ello mismo, desde su posición,
carentes de significado –, del discurso. El enfoque de Foucault termina por dar
un giro semiótico (en el sentido de semiótica de Umberto Eco y Paolo Fabbri, y
no de semiología de Emilè Benveniste o Roland Barthes), que ubica la
significación depositada en ese ente peculiar que es el signo.
Nuestra
posición particular es sin embargo, la de la universalidad del problema hermenéutico.
Por tanto, incluso en la noción del signo liberado de los cercos
epistemológicos del lenguaje, percibimos la existencia de un acto de asignación
de sentido desde el cual –y sólo desde el cual –, es posible toda
identificación de signos por parte de un análisis semiótico. Tal proceso es
justo la poiesis hermenéutica que en
función del sentido, puede producir los signos que la autorefieren. A toda
semiótica la habilita un momento hermenéutico, que aun en la indisponibilidad
de signos, es capaz de crearlos y comprender sentido incluso ahí donde no hay
nada. Sin embargo, de lo anterior,
no resulta que el signo sea una unidad elemental sino más bien que este es algo
en estrecha relación con el acto donde el signo es. Por ello no podemos
descartar a Foucault en tanto el signo es la propia poiesis hermenéutica.
Cabe
entender que el acto de habla (o para nosotros el pintar, el pensar en tanto
acción, y en general cualquier práctica representacional) es antes que nada un
acontecimiento. Foucault sin embargo aclara que “[h]ace falta [...] más de un
enunciado para efectuar un speech act.”.
Pues
en tanto que muchos actos están definidos por más de un enunciado en una
necesaria yuxtaposición de ellos, la unidad analítico-temática del enunciado no
puede coincidir así sin más con la del acto de habla. En tal sentido, el acto
de formulación no servirá ya para definir al enunciado, al contrario, el acto
de formulación deberá ser definido por el enunciado.
Si este enunciado, resultara ser la
lengua de Saussure en tanto inaugura una comunicación o comunidad del uno con
el otro en tanto acto, ¿cómo temporalizar tal eventualidad del acto, como
sincronía o como diacronía? Si el enunciado se coloca como criterio para
comprender el acto de formulación, ¿cómo determinar o extraer criterios de
individualización de la eventualidad del propio acto. De comprender la
individualización como un corte o elaboración sincrónica en la totalidad
diacrónica del acto, ¿no se nos escaparía un tercer elemento dentro de tal
elaboración?
Requerimos
comprender tal yuxtaposición en la considereación de que no existe ninguna
estipulación que nos obligue a comprenderla como una relación cronológica,
geométrica, o teleológica. Al contrario, ya antes todo sistema o dispositivo cronológico
y teleologico como instancias técnicas de descriptibilidad y definición a los
enunciados, deben ser comprendidos desde el enunciado.
Sin embargo, hemos de contemplar la posibilidad de que en
el retorno del enunciado existente a su determinación esencial, sea el propio
acto locutivo el que ya antes no sólo presuponga la posible recepción por un
interlocutor o receptor de cualquier acto o representación, sino que de
antemano, habilite técnicamente al acto enunciativo en sus propios maneras y
posibilidades de accionar. Esto nos haría suponer un “espacio de intersección”
entre la oposición enunciado y acto de habla que conserva un estatus
excepcional.
De cualquier manera hemos de estar prevenidos pues a pesar
de que esto entraría en contradicción a
nuestra tesis sobre la determinación hermenéutica de lo metahistórico desde la
historiograficidad en la elaboración de sentido, la representación no deja de
ser interpretación y la interpretación no deja de ser representación. En tal
sentido, todo estribaría en comprender este no-dejar-de-ser por parte tanto de
la interpretación como de la representación.
Pero bien, antes de proseguir por este camino, si con
Foucault el enunciado es el criterio para comprender el acto de formulación, en
este punto se le presenta a Foucault un problema. Y es que el enunciado, aun
liberado del acto de formulación, requiere de criterios de individualización.
Es aquí donde Foucault explicita el sentido del giro semiótico dado por su
metodología en dirección al signo y no al discurso o al texto en el sentido
ricœurdiano de éste.
a)
Estipulación del estatuto del signo desde la existencia del enunciado
En
el planteo de La arqueología del saber,
el enunciado es un signo que yuxtapuesto con otros signos conforma
significados. El despliegue de sentido como habitación y delimitación del mundo
–por sobre el acto de formulación o locutivo –, es lo que constituye al acto
elocutivo. Ya en Las palabras y las cosas
Foucault declaró que:
Llamamos hermenéutica al conjunto de conocimientos y
técnicas que permiten que los signos hablen y nos descubran sus sentidos;
llamamos semiología al conjunto de conocimientos y técnicas que permiten saber
dónde están los signos, definir lo que los hace ser signos, conocer sus ligas y
las leyes de su encadenamiento: el siglo XVI superpuso la semiología y la
hermenéutica en la forma de la similitud. Buscar el sentido es sacar a la luz
lo que se asemeja. Buscar la ley de los signos es descubrir las cosas
semejantes. La gramática de los seres su exégesis.[1]
De tal modo podemos observar que la diferencia metodológica
que Foucault realiza de Las palabras y
las cosas a La arqueología del saber
estriba en el cambio categorial que privilegia al enunciado por sobre la
retoricidad gramatical que constituía el enfoque analítico de Las palabras y las cosas, con la
salvedad claro, de dejar intacto el primado de la semiótica por sobre la
hermenéutica. Y es que si bien Foucuault abandona a la gramática como
herramienta exegética, en tal acción realiza ya por completo el giro semiótico
que cesa de circunscribir al signo dentro de la lingüística. De tal modo que en
La arquología puede declarar:
¿Habrá que admitir finalmente que el enunciado no
puede tener carácter propio y que no es susceptible de definición adecuada, en
la medida en que, para todos los análisis del lenguaje, es la materia
extrínseca a partir de la cual aquéllos determinaban el objeto que les es
propio? ¿Habrá que admitir que cualquier serie de signos, figuras, de grafismos
o de trazos –independientemente de cuál sea su organización o su probabilidad –
basta para constituir un enunciado, y que a la gramática corresponde decir si
se trata o no de una frase, a la lógica definir si comporta o no una forma
proposicional, al Análisis precisar cuál es el acto de lenguaje que puede cruzarla?[2]
Independientemente a que nuestra crítica señala el
privilegio concedido al signo por sobre el sentido y su vocación productora de
los signos mismos, lo importancia de este posicionamiento de Foucault radica en
concebir al enunciado como acto. Y por
tanto, desde su autonomía con respecto a los fenómenos de la frase o la
proposición, tal importancia estriba que la arqueología del saber inmediatamente
admite la plurivocidad de interpretaciones a un enunciado, así como la
estructura dinámica del mismo. Pues de admitir las consecuencias arriba
enunciadas “[...] habría que admitir que existe enunciado en cuanto existen
varios signos yuxtapuestos –¿y por qué no, quizá? –, en cuanto existe uno y
sólo uno.”[3]
Por esto mismo, y en la reversibilidad sobre el estatuto
existencial del signo, cabría comprender que independiente a la hegemonía
concedida a la semiótica por sobre la hermenéutica, al ser la preexistencia del
signo la determinación esencial a la producción de sentido, la arqueología
foucultiana al colocar al enunciado como un acto, y al enunciado mismo como
yuxtaposición de signos, nos encamina directamente a nuestra plataforma: la
eventualidad histórica no sólo de la producción de sentido, sino ya incluso, la
aceptación tácita de una eventualidad histórica en la producción misma de los
signos.[4]
Esto además en la consideración de que el estatuto de preexistencia queda aun
por determinarse.
Por ello, si el umbral de los enunciados es el umbral de la
existencia de los signos, ¿qué estatuto singular le puede ser asignado a ese
existir?, ¿qué significa ese umbral? Para Foucault no existen enunciados en el
sentido que una lengua exista como conjunto de signos definidos por rasgos
oposicionales y sus reglas de utilización. De tal modo es el lenguaje que de no haber enunciados, “no existiría la
lengua”.[5]
b)
La doble estructura existencial del signo y la verdad del signo en tanto
artefacto técnico.
La
lengua existe por un lado a título de sistema de construcción para enunciados
posibles, es decir en su uso efectivo como habla; mientras que por otra parte
“no existe [la lengua] más que a título de descripción (más o menos exhaustiva)
obtenida sobre un conjunto de enunciados reales”[6],
ergo, como objeto de las ciencias y disciplinas que le otorgan una existencia
temático-objetual.
Pero nosotros ¿por qué no podríamos decir exactamente lo
mismo del signo, o de la yuxtaposición de signos? Es decir, ¿qué prohíbe
concebir que estos sólo existan en términos descriptivos y a título de
“material” enunciativo? A su vez ¿por qué no decir lo mismo del enunciado?,
¿por qué no contemplar su existencia sólo al nivel del uso efectivo del mismo
en tanto empleo de éste para la realización del mundo? Si el tropo es
fundamentalmente la enunciación del enunciado, ¿cómo estas cuestiones reestructuran
nuestra comprensión de lo metahistórico?
La clave a esto, para no perdernos en una marabunta de
relativismo, radica justo en entender al signo, al enunciado, la lengua o al
tropo, no desde el supuesto y siempre cuestionable ámbito de su existencia real,
pues en ello ya siempre se juega la presencialidad de lo real, cosa que de
antemano descartamos como resultado ingenuo del empirismo más ramplón.
Por tanto, el signo debe comprenderse desde su doble
plataforma existencial, la de su efectividad referencial y la del proceso
productivo implicado en tanto objeto intencional. Es decir, y desde una
posición fenomenológica, la noesis y el noema del signo que se nos presenta en
su doble articulación desde la individualidad del enunciado y la estructura de
la lengua, contrario a lo que Foucault refiera sobre la hegemonía semiótica.
Para comenzar en tal sentido es menester señalar que lo
anterior significaría que la lengua, como estructura sobredeterminada por las
representaciones historiográficas que de ella disponemos, no sólo es una
estructura productiva que predispone nuestro empleo de signos, sino que al
tiempo despliega el ámbito referencial de la pertinencia y significatividad de
lo enunciado individualmente desde lo abierto por la presentación y operatividad
técnica de ella.
Para nosotros tal
vía sería la que nos conduciría a suscribir la universalidad del problema
hermenéutico por sobre el imperio del signo de la semiótica. Pero antes de
seguir adelantándonos, hemos de encaminar la analítica del enunciado de
Foucault al tema de las condiciones de posibilidad del enunciado en el ámbito
de su existencia, es decir, el campo enunciativo.
Recapitulando, cabe decir que el enunciado no es sólo
signos, sino signos que con un empleo referencial efectivo refieren algo. Heidegger
decía que el enunciado involucra una patencia donde algo se hace patente. Tal
hacer patente algo sería por tanto la función intencional que esencialmente
conferiría al enunciado de un ser específico. Si bien este hacer patente puede,
con Foucault, ser tematizado en relación al tono o estilo enunciativo que asume
el enunciado –promesa, orden, decreto,
contrato, compromiso o comprobación –,
lo que de momento entra en juego más allá de rasgos estilísticos, es la verdad
que el enunciado despliega.
De esta manera, persiguiendo la verdad de un enunciado,
Foucault señala que éste “[e]s, en su modo de ser singular (ni del
todo lingüístico, ni exclusivamente material), indispensable para que se pueda
decir si hay o no frase, proposición, acto de lenguaje.”.[7]
Es por ello que el único criterio de verdad del enunciado, desde el cual se
puede decir si “la frase es correcta (o aceptable, o interpretable), si la
proposición es legítima y está bien formada, si el acto se ajusta o no a sus
requisitos y si ha sido efectuado por completo”,[8]
es justo su existencia efectiva como singularidad inscrita en las propias
condiciones de su ejercicio, en las reglas que la controlan y en el campo en
que se efectúa; es decir, en la disposición general de su propia escritura, el
ámbito que posibilita toda categorización implicada dentro del enunciado.
Por tanto no es el enunciado una estructura que como
conjunto de variaciones entre elementos, podría autorizar un número quizá
infinito de modelos concretos. Es antes el enunciado una función de existencia
que “pertenece en propiedad a los signos”. Por tanto el enunciado, es el lugar
desde el cual se puede decidir en un análisis, por si “a propósito de una serie
de signos, [se puede decir] si están presentes en [el enunciado] o no”, además
de ser el signo el lugar donde es posible decidir por la especie de acto que se
encuentra efectuado por su formulación. Pero ahora, sí nosotros preguntáramos
qué clase de lugar es el enunciado en tanto función, o qué límite tienen la
posibilidades enunciativas, ¿qué cabría contestar?, ¿qué significa signo? Y es
que queda sin responder cómo es posible disponer, y de antemano además, de una
serie de signos que permitan valorar un evento enunciativo singular, cómo es
posible que algo sea actual de tal manera que se despliegue como acto, como
algo donde la subjetividad no participa originarimente formalmente hablando.
Foucault en tal sentido indica que “una serie de signos
pasará a ser enunciado a condición de que tenga con ‘otra cosa’ una relación
específica que le concierna a ella misma, y no a su causa, no a sus elementos.”[9]
Por tanto, si nosotros preguntamos por la disponibilidad apriorística de esa
supuesta serie de signos, preguntamos a Foucault qué es esa otra cosa
concerniente, pues acaso ¿no será esa “cosa” una especie de absoluto
indeterminado?, ¿una “cosa” no infinita pero sí inaprensible e
imprevisible? ¿Pero que acaso sólo lo
previsible o en la previsión de los signos es que sucede la interpretación?
Requerimos concebir a la propia yuxtaposición de signos en su eventualidad y
empleo como interpretación.
Sin embargo antes de dar el giro hermenéutico a la
cuestión, esto nos enfrasca de lleno en el conflicto de la fuga trascendental
que siempre aparece como primera opción frente al terror de esa otra cosa que
atañe a la serie de signos por sí mismos y no con respecto a su causa o
elementos. Es por ello, que para no recurrir a una postura metahistórica o
metafísica en la determinación de la historicidad o existencia del enunciado,
requerimos ahora ir justificando la propiedad de nuestras intuiciones sobre la
relación esencial que existente entre historiografícidad e historicidad.
Pues la universalidad el problema hermenéutico, como una
instancia que habilita la estipulación de pautas técnicas para la aprensión del
sentido, señalaría que el signo en tanto doble estructura existencial estaría
siempre sobrederminado por su uso histórico desde la representación –esta ya
entendida como la yuxtaposición de signos, que no sería sino la apertura de significativad
en términos de espacio-temporalidad.
De tal manera que en la estipulación de ese “siempre” no se
puede pensar en una estructura atemporal que trascienda lo temporal, sino que
atravesando las disposiciones espaciales y topológicas que nos permiten
estructurar relatos, erigir criterios cronológicos para la periodización, y nos
habilitan también para el reconocimiento de las formas sincrónicas –siendo ya
las formas sincrónicas las propia disponibilidad o predisposión a la
especialidad topológica – en que de principio comparecen los signos y las cosas
de toda categorización o clasificación. Ese siempre señala la sucesión de una
temporalización originaria a todas esas formalizaciones, que de hecho no son
sino temporalidades elididas.
Cabe comprender esto en la reconducción de la doble
estructura existencial del signo en dirección al lenguaje, pues si bien aun
cuando Foucault señaló que el lenguaje como yuxtaposición de signos en calidad
de enunciados, era el ámbito existencial de la lengua. Nosotros ahora, desde la
lengua y las estructuras del lenguaje necesitamos dar una nueva vuelta al giro foucultiano
de las determinaciones de la lingüística estipuladas por Saussure. Requerimos
liberal la cuestión del sentido del ortografísmo del signo escrito pero sin
retornar necesariamente a la inestabilidad del signo oral. Tal cuestión antes
nos enfila a intentar comprender lo poético.
Con ello se evidencia que la estructura lengua-lenguaje es
existencialmente simultanea a la doble plataforma del signo, en calidad de su
empleo efectivo y eventual como significatividad referencial con respecto a la
“cosa” y como materialidad significativa que en tanto evento permite la instauración
justo del “ser de la cosa”.
Posteriormente,
desde la doble temporalidad que esto implica, comprenderemos estos dos
fenómenos en términos del evento significativo y el evento significante,
eventos donde es o acontece la cuaternidad lengua-ser/ enunciado- verdad. Pero como se verá, esto exige la dificultad
de pensar en conjunto al ser y al tiempo.
Ahora en tanto la libertad de la significación que esto
conlleva, se juega al interior del acontecimiento eventual del signo, el
enunciado o la lengua, y en tanto que con la suscripción de la propuesta
foucultiana en torno al lenguaje como enunciado y la inexistencia de la lengua
de no ser esto así, se anuncia el inicio de la inquisición sobre el ser de la
poesía, pues acaso su ser ¿no estaría contenido en ese ámbito de
indeterminación en que subyace la esencia de la transformación de signos en
enunciado, las “formas” de la enunciación? ¿Este contenido de la forma no
implicaría un ámbito de sobreterminacion de las estructuras gramaticales,
retóricas, e incluso dialécticas, sobre la técnica de nuestros modelos, teorías
y comprensiones de lo real? Sin embargo, ¿no estará esto fuera del ámbito de lo
pensable? ¿Pues no acaso en las determinaciones originales del pensamiento
occidental se justo la formalización de la poesía como origen y despligue del
estudio sistemático de la retórica, la gramática, la poética y la dialéctica?
Sin embargo, ¿tal pista no nos colocaría en la tradición del romanticismo y el
idealismo alemán?
Requerimos comprende antes de proseguir por cualquiera de
estos caminos, que en nuestra cuestión por nosotros desatada sobre si White no
habría reducido la poesía a una mera cuestión técnica ya se juega la reducción
o formalización de la poesía. En tal sentido Metahistoria aparecería como
partícipe de una larga tradición que ha depotenciado el papel y la potestad de
la poesía, reconduciendo el vigor de la palabra por los canales políticos
prefigurados en la filosofía de Platón.
Al estatuto heracliteano de eventualidad del signo es
aquello que Paul Ricoeur llamó indeterminación futura de toda recepción,
calificando con ello cualquier intento semántico, gramatical o lógico de
encerrar o constreñir el poder significativo de la poesía. Por ello descartamos
que tal libertad de la significación sea potestad de una conciencia, sino que
ya siempre reposa tal potencia al amparo del signo como acontecimiento de la
palabra poética, el fundamento de la tradición.
Teniendo esto por descontado como límite de la
interpretación, en tal ejercicio sobre el ser de la poesía, nos proponemos
esclarecer la pertinencia y permanencia histórica e historiográfica que la
poesía conlleva al interior de la representación. Pues frente a la cuestión del
empleo y producción de signos y sentido, nos aparece la poesía como única plataforma
manejable aprensible frente a tales objetivos.
En tal sentido, en la diferencia entre precomprensión e
información respecto al ser poético latente en el “documento”, requerimos
estipular la posesión y posibilidad de tal precomprensión. Para ello requerimos
pensar el ser de la poesía en su doble espacialidad: como signo vertical de la
recepción y como despliegue horizontal de referencialidad para la
interpretación
c)
El evento del signo como poesía.
Se
recordará que en nuestra exposición de Metahistoria
de Hayden White, lo primero que señalamos fue que para él la obra
historiográfica es irrefutable por el modo peculiar en que se da la
categorización de la obra historiográfica en tanto modelo de narración y
conceptualización histórica, dependiendo tal categorización justo de la
“naturaleza preconceptual” y “específicamente poética” que de la visión de la
historia y de sus procesos posee un historiador.
Si
bien nuestro análisis no interrogó por tal naturaleza preconceptual de la
comprensión realizada por el historiador sobre el tramo histórico peculiar a su
investigación, se recordará también sin embargo que nosotros, y sin responder
propiamente a la cuestión, preguntábamos en función a la descomposición de
nuestra pregunta original –qué es la historia en el planteo de White –, cuál
era el ser de la poesía en tanto método analítico de ser efectivamente las
figuras retóricas empleadas analítica-argumentativamente por White, la unidad
básica de la producción poética en tanto elaboración de sentido inteligido por
el historiador.
Con lo anterior, también preguntamos a su momento si White
no estaría reduciendo la poesía a los tropos, entendiendo estos finalmente,
como un mero implemento técnico de la lengua, lo que dentro de la historia de
la filosofía se ha comprendido como la transformación del mythos en logos. Es por
ello que ha llegado el momento de ensayar una respuesta al ser de la poesía,
pretendiendo además en tal ejercicio, esclarecer la pertinencia y posición
histórica e historiográfica que la poesía juega en de la elaboración de
representaciones, es decir el despliegue de mythos
en el sentido ricoeurdiano del término.
De esta manera tenemos que comprender que en tanto Foucault
estipula que una serie de signos pasará a ser enunciado a condición de que
tenga con otra cosa una relación específica que le concierna a ella misma, y no
a su causa, o a sus elementos, nosotros nos enfrascamos de lleno en el
conflicto de la fuga trascendental que siempre aparece como primera opción
frente al terror de esa otra cosa que atañe a la serie de signos por si misma y
no respecto a su causa ni a sus elementos. En tal sentido, requerimos
sostenernos en nuestras preguntas y permitir que la pregunta por la poesía se
transforme radicalmente para apuntar en dirección de aquello referido por la
poesía. ¿Qué refiere la poesía?
De principio y aprovechando la exposición realizada a La
Arqueología del
saber, hemos de decir dos cosas. Primero, que el ser del enunciado es
esencialmente poético, y segundo, que aquello que valida al enunciado, su
condición de verdad, es su existencia misma, la doble plataforma existencial
del signo en tanto despliegue de sentido.
Dicha existencia, en tanto acto poético, refiere como
patencia los signos mismos que lo autorefieren, lo autointerpretan. Si
preguntáramos de nuevo con Foucault qué es esa “otra cosa” que concierne al
enunciado mismo, hemos de responder que tal “cosa” no-es sino el tiempo, o mejor dicho, el ser como
entramado espacio-temporal que permite el resguardo y el despliegue de un mundo
habitable, es decir y con Ricœur, la narración, en tanto que la yuxtaposición
de signos posee la misma estructura que la narrativa.
Así de principio, en relación al método metahistórico
tenemos que señalar que a pesar de toda la utilidad y el conocimiento que nos
ha reportado, es insuficiente en tanto
no logra dar cuenta del ser de aquellas figuras narrativas empleadas por el
historiador en términos del ámbito de precomprensión práctica del mundo y no
sólo de información del registro histórico sin pulir. En tal sentido es que
necesitamos diferenciar entre precomprensión e información respecto al ser
poético ya latente en el “documento”. Es decir requerimos estipular la posición
y pertinencia de tal precomprensión, así como la presunción de información de
tal precomprensión práctica por parte del historiador al interior de su
práctica.
Esto señala de principio que una integridad existencial y
originaria entre los términos precomprensión e información es separada
cronológicamente en la estipulación técnica de diversos momentos o periodos de
la operación historiográfica. Pues si bien White, en su teoría de los cinco puntos con relación al “registro
histórico sin pulir” explicita la estructura de la obra historiográfica, no cae
en la cuenta que tal estructura es la misma historia que en tanto devenir
produce –y ya desde el campo enunciativo –, la temporalidad narrativa que
permite al historiador, así como de hecho a cualquier individuo arrojado al
existir, comprender su “realidad” de modo “inmediato” en el acto mismo de
ser-ahí.
Tal consideración, que coloca al problema hermenéutico como
condición originaria del existir humano en general –y por ello, en particular,
a toda práctica ejecutada por el historiador– no es sino propiamente la tesis
hermenéutica de Ser y tiempo de
Martin Heidegger, a saber, que el tiempo es el horizonte desde el cual se comprende
el sentido del ser del ente.
En tal sentido, el ser de la obra historiográfica ha sido metahistóricamente referido por White
más no así históricamente explicitado, pues aun cuando la obra sea imposible de
ser refutada, no es esto porque finalmente y en términos de teoría de la
verdad, sea ella correspondiente o adecuada a aquello de lo que es correlato.
Si la obra está anclada en aquello que cabría entender por el campo histórico,
y éste a su vez, está elaborado con base al supuesto registro histórico sin
pulir, hemos de interrogar cuál es el ser de ese tramo de proceso histórico que
la obra historiográfica descubre y despliega significativamente mediante una
operación poética. Sólo en tal sentido, esclareciendo el par eventual que son
el acontecimiento histórico y su representación historiográfica realizada a
posteriori, podría ser comprendido el entendimiento historiográfico como
participación-elaboración de y desde el sentido de lo histórico. Es decir y
como lo señala White aun cuando trasformemos sus implicaciones, requerimos entender
a la obra historiográfica como la mediación significativa del registro
histórico, el campo histórico y una comunidad de lectura.[10]
En la consideración de que la misma comunidad lectura es el primer agente
productivo no sólo de la historicidad, sino de la historiograficidad, instancia
que de facto, se encontraría ya presente en toda construcción simbólica del
mundo, en toda práctica efectiva del existir humano. Esto significa que el
entendimiento historiográfico es participación-elaboración de y desde el
sentido de lo histórico.
Tales consideraciones indican que en los términos del
proceso histórico que la obra historiográfica explica, la propia obra
historiográfica es parte estructural –de principio en términos de significatividad
cognitiva y de expresividad plástica – al propio tramo histórico que explica;
de tal modo que la operación historiográfica es un acto de apropiación de
sentido, que presuponiendo en ocasiones la inconexión, redirecciona la “inercia”
del devenir por los canales políticos que circundan, atraviesan, y por ello
mismo disponen a toda representación.[11]
Entre sus primeras consecuencias, estas hipótesis nos
llevan a cuestionar el estatuto no sólo de los tropos, o no sólo de la
plataforma analítico-historiográfica que es Metahistoria.
Si para White los tropos determinan la forma que adopta el discurso
historiográfico –ergo el estilo de un autor –, nosotros para comprender el
pensar efectivo de un pensador –la cuestión de la conciencia –, hemos de
reconducir los tropos desde su metahistoricidad hasta la existencia efectiva de
ellos. Tal análisis existencial del discurso, antes de concebir retóricamente a
las figuras del lenguaje, comprende al decir, en tanto actos de habla, como
acaecimiento de la palabra.
Con esta propuesta metódica-analítica que busca el sentido,
ya en el término palabra se subsume y presupone el proceso total de
acto-enunciación-signo. Por ello, con respecto al acaecimiento de la palabra
podemos preguntar por la manera en que tal acontecimiento puede ser confinado a
una serie de ámbitos discursivos particulares. Pues con respecto a la historia
de White cabe que nos cuestionemos si acaso el pensamiento historiográfico del
siglo XIX corre ajeno a ámbitos discursivos paralelos Si se sigue la pista de
las polémicas que como correlato hemos ido glosando o comentando hasta este
punto, se podrá inferir junto a nosotros que esta cuestión conlleva la
necesaria reinstauración del pòlemos
griego frente a la tecnificación de la palabra poética en la conversión del mythos en logos por parte de la filosofía platónico-aristotélica. A tal
respecto cabe recordar el estatuto que el conocimiento histórico junto con lo
temporal tenía para Aristóteles, así como la interpretación del ser de la
poesía tanto del propio Aristóteles como ya antes de Platón mismo.
Si señalamos que el momento ético no era justificable sino
en relación a la propia historicidad de su acontecer, tal historicidad puede
ser enunciada en términos de voluntad de poder, entendiendo a ésta desde Nietzsche,
justo como la esencia del existir humano. Esto mismo, al mentar no otra cosa
sino que la temporalidad es finalmente el lugar –y en consonancia a la tesis
hermenéutica de Heidegger – desde el cual todo valor se valoriza, nos ha de
poner en la pista del interrogar por el decir que en su despligue, en tanto
modos efectivos de valorar y referir los fenómenos, confiere simultáneamente al
tiempo mismo del poder que hace emerger al discurso ya como discurso o como
plexo de cosas y objetos a la mano. Es decir, requerimos indagar por la
temporalidad involucrada en la aparición significativa de fenómenos no sólo
para el historiador que investiga el propio campo enunciativo del pasado, sino
para aquellos que refirieron y refieren tal campo como presente en eso que el
historiador toma ingenuamente como documento.
En tanto esto constituye una reconducción de la polémica
entre precomprensión e información a la teoría política nietzschiana en
términos de la relación signo-valor-tiempo, el ejercicio de evidenciar la
referencialidad oculta que en términos de estructuras típico-ideales se
presentan como categorías analíticas de la representación historiográfica,
consistiría justo en señalar el régimen de temporalidad específico desde el
cual los valores históricos se conforman y acontecen.
Así, el momento ético como acto discursivo de saber-poder
que estipula cuál es el ser de las cosas y cómo es aprehensible ese ser para el
propio decir del saber-poder, se encuentra ya inscrito en un sistema específico
de escrituración del devenir, siendo ésta totalidad referida por el enunciado
justo en términos del campo enunciativo desde el cual se valoriza no sólo la
comprensión del historiador, sino ya también de toda forma de existencia
humana.
Ahora si tal despliegue de la voluntad de poder constituiría
el motivo esencial al porqué efectivamente la obra historiográfica, como señala
White, no es susceptible de ser impugnada o refutada, requerimos comprender que
al interior de las cuestiones tal como las hemos planteamos, y he hecho también
en nuestro propia planteo se elide algo que escapa y funda al tiempo nuestro
conocimiento. Tal inconmesurabilidad es extratexual como ámbito desplegado
desde estas líneas.
La obra historiográfica, como de hecho lo sería toda
representación, antes de ser una cosa es el acontecimiento de ella misma, el
acto donde la obra historiográfica es. La enunciación de ella es, si nos
plegamos a categorías foucaultianas, no sólo voluntad de saber, sino voluntad
de decir.[12]
Por ello podemos decir que la producción del discurso es el
acontecimiento que se presenta o acontece témporo-presencialmente y en términos
de obra, justo como resultado de la producción. Nosotros a este fenómeno lo
denominaremos representación, de tal
manera que si preguntamos por las condiciones de la producción de la obra y no
por la supuesta obra, se nos presenta así de principio aquello que White
denominó como modo de implicación ideológica.
Si esté modo de implicación ideológica interviene
directamente en la constitución y bajo los términos de condición de posibilidad
de la producción de aquello llamado por White como “objeto de percepción
mental” que se ofrece a la reflexión del historiador,[13]
hemos de preguntar no sólo por el ser de esa percepción, sino por el sentido de
esa instancia que percibe. Desde la perspectiva que intentamos habilitar, dicha
percepción mental no sería sino el correlato de una técnica de saber-poder
acaeciente desde el propio campo histórico.[14]
El sentido, aun como incógnita por ser descubierta, y aun
como esencia del llamado registro histórico sin pulir de los supuestos hechos
referidos por el plexo de documentos, es
antes de ser un ciframiento. Pues el sentido es ya desciframiento,
desencriptación que en parte, y desde la selección de los documentos mismos,
habilita la interpretación del propio historiador. Esto significa que el emisor
ya interpreta-recibe una estructura enunciativa que recompone y sobredetermina
su propia precomprensión.
Tal opción confirmaría que el documento, independientemente
de cuestiones de géneros literarios, o incluso de conceptualizaciones y
categorizaciones ontológicas, contiene ya de suyo toda una dimensión de
historiograficidad que cabe interpretar, y de hecho ella misma ya siendo
interpretación.[15] De
tal manera que aquello llamado modo de implicación ideológica como compromiso
cognoscitivo, no sería sino la referencia intencional del discurso para con
aquello mismo de lo que es correlato. El registro histórico antes de habitar en
la extrañeza, o mejor dicho, incluso desde la extrañeza, ya pre-dispone en
dirección a aquello que es posible ser pensado históricamente.[16]
¿Cuál es el estatuto de tal correlato? Si los tropos tienen
por función el tornar comprensibles a la conciencia los contenidos de la
experiencia que se resisten a la descripción en prosa clara y racional, ¿qué constituye
lo racional de nuestra razón sino la misma estructuración retórica de lo poético
en tanto figuras del lenguaje. Por ello, lo “racional” no es sino la “racionalización”
de aquello que no en bruto, sino enajenado como sistema retórico-analítico,
dispone de lo poético sin tener conocimiento o siquiera necesidad –de principio
y sólo en un primer momento hipotético – de la retórica, es decir la
conceptualización ejecutada por la alegoría que retorna para circunscribir la
representación.
Por ello, si la comprensión humana de cualquier fenómeno no
racional-prosaico puede realizarse mediante la relación extrínseca que se
presume caracteriza a los dos órdenes de fenómenos vinculados mediante las
reducciones metonímicas, o como también dijo White, “ser interpretado por
sinécdoque como una relación intrínseca de cualidades en común”,
¿cuál es el estatus en donde se conservan los fenómenos ajenos a la comprensión
de la racionalidad?[17]
¿Es acaso la comprensión racional, mediante los tropos que trasladan el sentido
a un ámbito de lo familiar, el único modo de la comprensión? ¿Por qué nos hemos
obsesionado en que sea así?
Tal proceso de traslación descrito por White desde lo
extrínseco a los fenómenos consignados en el registro histórico en dirección a
lo intrínseco de la aplicación de un tropo, es decir, la elaboración de un
trama que se dispone al juicio de una comunidad de lectura, es el espacio de
empoderamiento, de apropiación del sentido en la conformación de significatividad
que presuntamente acontece por sobre una masa ingente de hechos burdos e
inconexos y simplemente consignados a la buena de Dios en los documentos.
Si entre el aspecto epistemológico y el momento ético se
habilita la facultad explicativa al campo histórico, mientras que entre el
momento ético y el plano estético radica la construcción de un modelo verbal,
tal momento ético, aun cuando sea inconsciente, se inscribe en tanto acto bajo
los términos de contigüidad temporal con aquello mismo que interpreta. Esto es
la yuxtaposición de signos historiográficamente intrerpretada.
De tal manera la narración es ya la continuación a algo
dicho, aquello mismo referido por la narración, es decir, su mundo. De tal
manera que aun sea mínima o máxima la contigüidad temporal que separa al
historiador de los acontecimientos que interpreta, es esa misma distancia la
que habilita aquello que se propone constituir en tanto campo histórico y
explicar en términos del “registro histórico sin pulir” como obra
historiográfica.[18] Por
tanto, el aspecto epistemológico y el plano estético no son sino facetas del
mismo momento ético que dispone finalmente la interpretación y por tanto, la
producción de la obra historiográfica.
Con White también admitimos que la práctica del historiador
consiste en un poder aplicar a los datos del campo histórico el aparato
conceptual que utilizará para presentarlo y explicarlo. Sin embargo si para
White el historiador para poder presentarlo tiene antes que prefigurarlo,
“constituirlo como objeto de percepción mental”, nosotros decimos que la
elaboración del discurso historiográfico descansa antes bien en la relación de
correlato que éste guarda con respecto al campo enunciativo. Tal percepción
mental no es sino una manifestación discursiva del propio correlato que permite
explicar, y desde una metaforicidad específica, el proceso de conformación de
sentido.
En tal sentido, el concepto de alma propuesto por Foucault
en Vigilar y castigar a propósito de
la propuesta de la microfísica del poder, evidencia tal circunstancia al tiempo
que permitiría superar el concepto de ideología al evidenciar ésta como el
trabajo de ocultamiento del poder efectivo, el signo de la voluntad que se
oculta en toda autoreferencialidad bajo el concepto ingenuo de técnica. Dice
Foucault:
La historia de esta “microfísica” del poder punitivo
sería entonces una genealogía o una pieza para una genealogía del “alma”
moderna. Más que ver en esta alma los restos reactivados de una ideología,
reconoceríase en ella más bien el correlato actual de cierta tecnología del
poder sobre el cuerpo.[19]
Ahora bien, en torno a la crítica al sujeto, a la
conciencia, al alma, o a cualquiera de sus reencarnaciones, justo en la
dirección precisa al tema que se nos descubre, el tiempo y la historiograficidad
de todo discurso, otra advertencia de Foucault nos debe poner en alerta sobre
el sentido final de la irrebatibilidad de la obra historiográfica,
[...] jamás se ha dicho todo; en relación con lo que
hubiera podido ser enunciado en una lengua natural, en relación con la
combinación ilimitada de los elementos lingüísticos, los enunciados (por
numerosos que sean) se hallan siempre en déficit; a partir de la gramática y
del acervo de vocabulario de que se dispone en una época determinada, no son en
total, sino relativamente pocas cosas, las dichas.[20]
Tal vez entre este déficit de lo dicho frente a combinación
ilimitada de los elementos, en tanto estos los conocemos implícitamente desde
nuestros propios discursos nos señale el rasgo esencial inherente de la
técnica. A partir de lo anterior, hemos de decir que la obra historiográfica es
irrebatible no desde lo dicho, sino desde el tiempo abierto de su existencia
discursiva, aquello que hace y podrá hacer en tanto decir. Pero ahora, estudiar
el tiempo de los discursos ya nos aleja mucho del tema del pensamiento
histórico como opuesto a un pensamiento trascendental, o siquiera al de la
exclusividad de una disciplina que de cuenta de la historicidad, pues “El
tiempo de los discursos no es la traducción, en una cronología visible, del
tiempo oscuro del pensamiento. El análisis de los enunciados se efectúa, pues,
sin referencia a un cogito.”[21]
Lo que sigue requiere reconocer la dificultad de replantear
todo este debate en términos de la reconducción a la operatividad implicada en
las cuestiones que desplegamos. En tanto en todas ellas resaltó el empleo
efectivo de tales instancias, –signos, tropos, criterios formales, el enunciado
como existencia efectiva del discurso, y la necesidad de determinar la
instancia de individualidad del speech
act como existencia –, nuestro problema es eso que escapa a la
consideración o dominio humano de la técnica.
Ahora bien, y en tanto que Nietzsche decía que para conocer
algo es necesario prometer más de la cuenta, con la cuestión de la técnica como
hilo conductor de la segunda parte de nuestra investigación, nos proponemos
ahondar en nuestra comprensión de los implementos técnicos y la normatividad en
la práctica del historiador y la comprensión histórica del mundo. Para ello
hemos optado por analizar la cuestión de la periodicidad en tanto uno de los
rasgos esenciales de la práctica del historiador, máxime cuando ésta ya siempre
escapa al control del mismo, pues en ello además aprovechamos el impulso de lo
insoslayable que nos ha acompañado a lo largo de esta exposición, la cuestión
del nihilismo y la época histórica en que concluye el relato de White, el
modernismo.
[1] Foucault, Las palabras y las
cosas ,op.cit. p. 38.
[2] Foucault, La arqueología del
saber, op.cit. p. 140-141.
[3] Ibidem, p. 141.
[4] En Metafísica I, b1,
Aristóteles, plantea que “del examen de las cosas producidas por la técnica,
respecto de las cuales los platónicos no creen que haya Formas, resulta que
existen cosas sin necesidad del auxilio de las Ideas.” La cuestión es como
conocerlas. Además dice, “En el Fedon se afirma que las Formas son causas del
ser y del devenir. Con todo, suponiendo que existan Formas, las cosas que de
ellas participan no se engendrarían a menos que existiera algo que inicie el
movimiento” (I, 991b 3 y ss.) Ahora bien, en este mismo tenor en Metafísica II 994 a 25 y ss, plantea justo
la relación sincronía- diacronía en términos de los conjuntos de entes que
emergen a la observación y a la búsqueda de las causas de ellos en tanto que
plantea que las causas no pueden ser finitas y que para conocer se requiere de
conocer lo determinado, es decir, cuando se llega a los elementos inteligibles
de la definición ¿pero en este sentido, cuál es la diferencia efectiva que se
juega entre la epistemología platónica y la aristotélica? Dice Aristóteles
sobre la requisición del elemento intermedio que habilita el conocimiento: “En
el primer caso, se trata del surgimiento de lo generado a partir de lo que está
generándose [lo diacrónico, el niño que llega a ser hombre] Este último es un
intermedio entre el ser y el no ser. En el segundo caso [lo sincrónico] la
aparición del segundo término [decir que del aire procede el agua] implica la
destrucción del primero” En tal sentido la reversibilidad es sólo posible en
los términos de los segundos entes, los principios o ousías sincrónicas, y no
así en las sustancias diacrónicas. En este sentido, el pensar de los signos
requiere pensarlos justo en términos similares a los de la relación agua-aire,
que en tanto refieren entes no sensibles, no contienen materia y se emplean más
bien en la argumentación de la razón discursiva. Sin embargo y pensando en
White, este sería el argumento que posteriormente White abandonaría en tanto
descubre el contenido de la forma. Es decir, la sobredeterminación diacrónica
sobre la sincronía.
[5] Focuault, La arqueología del
saber, op.cit. p. 141.
[6] Ibidem, p. 142
[7] Ibidem, p. 144. Las cursivas
son nuestras.
[9] Ibidem, p. 147. Este
argumento de Foucualt también puede ya encontrarse en Aristóteles, en tanto es
el que fundamenta la indagación de las ousías, y la base metodológica de la
metafísica, dice en IV 1003a 33 y ss. “El nombre ente tiene muchos
significados, pero todos ellos en relación con algo único. Todos esos
significados no tienen una mera coincidencia nominal, sino que así como los
diferentes significados de ‘sano’ están referidos a ‘salud’ y los diferentes
significados de ‘médico’ están referidos
un principio único: la ousía”
[10] Y es que “registro histórico” “campo histórico” y “tramo histórico” no
constituyen sino reificaciones sucesivas del mismo fenómeno originario, el mundo, que de contemplarlo desde la
ontología heideggeriana –la misma de la que abreva y se nutre la hermenéutica
de Ricœur – cabe entenderlo poseedor de la misma estructural existencial que el
Dasein, la historicidad del existir
humano. Cfr. Martín Heidegger, El ser y el tiempo, trad. José Gaos,
México, FCE, 2005, § 14. s. Idea de la mundanidad del mundo en general y § 75.
La historicidad del “ser ahí” y la historia del mundo.
[11] Los dos grandes temas que se nos colocan así al preguntar serían justo
los de la mediación como proceso de comunicación y comunidad de sentido, y el
de los presupuestos involucrados en el proceso de la comunicación.
[12] Si se sigue la pista de las polémicas que como correlato hemos ido
glosando o comentando hasta este punto, se podrá inferir junto a nosotros que
ésta cuestión conlleva la necesaria reinstauración del pòlemos griego frente a la tecnificación de la palabra poética en
la conversión del mythos en logos por parte de la filosofía
platónico-aristotélica. A tal respecto cabe recordar el estatuto que el
conocimiento histórico —junto con lo temporal —
tenía para Aristóteles, así como la interpretación de la poesía del
propio Aristóteles como ya antes de también de Platón mismo.
[13] White, Metahistoria, p. 39.
[14] Por tanto el campo histórico no sería otra cosa que el propio existir
humano. Sin embargo, aun cuando a este tema es al que finalmente queremos
arribar, el sentido de esta nota está en el concepto de alma de Foucault. ¿La
injerencia de ésta en términos trascendentales, ergo, condiciones de
posibilidad cognitivas? Tal concepción descartaría de facto toda clase de
inocuidad del registro histórico. Entendiendo de facto una relación de
determinación del registro en dirección al campo histórico dispuesto por el
dispositivo analítico-representacional del historiador y por tanto, también una
relación de sobredeterminación de entramado que la elaboración historiográfica
realiza con respecto al tramo de proceso histórico que cubre, abarca
o representa.
[15] Tal interpretación por ello mismo no sería sino una participación, en
ello, ya poseedora de significado, y tanto mismo, ya orientada de un modo determinado
en el mundo. Esto señalaría la estructura de la precomprensión práctica del
mundo.
[16] Pero con esto no hacemos sino colocar a la historiografía no como una
herramienta secundaría en el estudio de productos culturales con respecto a un
campo temático de la investigación histórica o incluso de cualquiera de las
humanidades, sino que de facto la colocamos en el núcleo original y principal
de la precomprensión práctica del mundo
[17] Lo terrorífico, lo horrible y lo angustioso
como el ámbito donde residen o se conservan los fenómenos ajenos a la
comprensión, a la racionalidad. ¿De donde a su vez tendrían que brotar las
narraciones mismas y a donde cabría dirigirnos en tanto persecución de la
lethe, el olvido? Cfr. Nietzsche la
2° consideración intempestiva y el mito de Her el armenio y su descenso al
“infierno” al cierre del libro X de La república de Platón, mito relativo
justo al olvido, la lethe, y a la phroneis, la prudencia, para alcanzar la
verdad, la a-letheia. Sin embargo,
¿esto no señalaría justo al ser-para-la-muerte de Heidegger como la estructura
original de la temporalización del tiempo humano?
[18] Cabe recordar que para Gadamer es justo la distancia temporal el
fundamento del conocimiento histórico. Cfr. “La historicidad de la comprensión como
principio hermenéutico” en Gadamer, Verdad
y método,op.cit. p. 331 y ss.
[19] Michel Foucault, Vigilar y
castigar. Nacimiento de la prision., trad. Aurelio Garzón del Camino,
México, Siglo XXI, 2008, p. 36.
[20] Foucault, Arqueología del saber,
op.cit. p. 201.
[21] Ibidem, p. 207.
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