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jueves, 1 de agosto de 2013

Conciencia, tiempo y representación | Dos | 5.- La yuxtaposición de signos como conformación de sentido.

Segunda parte
La crítica ideológica y la situación del modernismo


Mas una cosa es el pensar, otra el obrar, y otra la imagen del obrar. La rueda de la fortuna no gira entre ellas.
Una imagen hizo empalidecer a ese hombre pálido. Cuando realizaba su acción estaba a la altura de la misma; mas una vez cometida, no soportó su imagen.
Desde aquel momento se vio siempre como autor de un hecho único. Locura llamo yo a eso, pues invierte la excepción, y la convierte en esencia.

Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra.


5.- La yuxtaposición de signos como  conformación de sentido.

Photo by Hans Olde from the photographic serie...
Photo by Hans Olde from the photographic series, The Ill Nietzsche, summer 1899 (Photo credit: Wikipedia)
Independientemente a que nosotros habremos de concebir al signo 
como el acontecimiento de sí, la yuxtaposición de signos descrita por Foucault nos sirve para comprender la conformación de sentido. De tal manera es el signo el evento donde él mismo acontece, que frente a la formación o conformación de sentido, tal formación no habremos de entenderla desde la preexistencia metahistórica del los signos, o siquiera desde la figura de los modos sintético apriorísticos que facultan el juicio.
En torno a los modos de la referencialidad de la representación, nuestra hipótesis es que es el actuar lo que gesta los modos y no los modos lo que gesta el actuar. Sin embargo ya siempre en la cotidianeidad del existir, aquello de lo que disponemos continuamente son los signos de las cosas ya referidas por ellos. Tales representaciones, en el tránsito al sentido, e independientemente tanto de sus materiales como de las técnicas empleadas para la formación adecuada de referencialidad –esto incluso desde las figuras discursivas del error o la mentira –, hemos de suponerlas como ya siempre referenciales a un ámbito común a toda representación. En este sentido y como contraparte a la estructura eventual del signo, tal más allá con respecto al contenido temático y a la disposición formal de la representación no es otra cosa más que la temporalidad que faculta el acaecimiento del sentido.
Por ello, además de concebir al signo como acontecimiento, y siendo este acontecimiento la yuxtaposición que es el acto significativo, el signo que identifiquemos en toda representación aparecerá a nuestro análisis como una cosificación del acto sígnico, siendo esta la razón de que los signos ya siempre se encuentren a la mano y frente a la vista de todos.
Así, en la cotidianeidad lo que aparece como determinado por el signo en tanto objeto no es al acto o al actuar, sino la acción representada o referida por el signo. La cuestión estriba en poder marcar la diferencia óntica subyacente entre lo que son e implican el actuar y la acción, pues en la comprensión de la acción ya se implica toda una interpretación filosófica que pasa por alto la existenciaridad originaria de todo tropo enunciativo.
Ahora bien, con respecto a la cosificación del acto sígnico, cabe decir que la interpretación del acto como acción, habilitada de hecho justo desde el signo-cosa, constituye una fetichización del acto que reporta dos beneficios crítico-analíticos. En primer término aparece al pensar la noción de un ámbito ético-estético-epistemológico susceptible de ser definido y tomado en cuenta apriorísticamente; sea este ámbito trascendente al menos en la pretensión de su posible –y en algunos casos “inminente” – develamiento, o sea acaso en términos de referencia última para la valoración de lo acontecido como acto. En segundo término pero no por ello en escala necesariamente jerárquica, tal fetichización del acto en términos de la acción, abre la posibilidad categorial de suponer la existencia de un agente causal de la acción; un actor-agente donde la acción se encuentra subyacente en  términos de potencia y capacidad para la acción.
De tal modo las duplas acto-potencia y agente-acción, junto al ámbito trascendental que permiten la adecuación del juicio, marcan y determinan no sólo la propiedad o impropiedad de la verdad contenida por el juicio. Al tiempo que habilitan la cosificación de la verdad como algo susceptible de poseerse –y por tanto de comerciarse –, conciben ya siempre al juicio como cosa y no como el acontecimiento efectivo del juicio mismo, es decir la acción particular de enjuiciar. Sólo desde aquí es posible hablar de la Justicia, la Belleza, la Verdad o la Realidad o la Historia.
En función de esto, si quisiéramos entender a los tropos empleados por White en la descripción de la historia del pensamiento histórico decimonónico como yuxtaposición de signos que acontece en el juicio, cabria realizar dos preguntas. La primera en torno al estatuto de tal tropología, y la segunda, en torno a si tal tropología no guarda un estrecho parentesco con los sistemas trascendentales mediante los cuales lo sistemático ha pretendido enseñorearse de lo temporal.
 Preguntar esto nos enfrentaría de facto a la cuestión de cómo es que disponemos de formas para expresar y representar cosas. Pues a pesar de que este proceso es idéntico a la de la posesión material de los signos, los beneficios con respecto a las formas ideales no son meramente crítico-analíticos, sino que tales procesos en tanto ser de la propia cultura occidental, terminan por constituir mundo.
Para poder rodear este sinsentido que inmediatamente produce la opción para el pensar que representa  la evidencia de la cosificación, y con ello retornar  a las cuestiones históricas que nos atañen, hemos de insistir en nuestra interrogación por el tiempo y el acto, para así estar en la posibilidad de entender a la metáfora como el evento de transposición donde acontece el sentido en tanto despeje de un claro y proyecto del ser a tal claro.
Recapitulando la periodización propuesta por White, hemos de recordar que él, a lo largo del siglo XIX, identifica la sucesión de tres etapas del pensamiento histórico. Estos periodos pueden ser caracterizados en función de los tropos predominantemente empleados por los historiadores del siglo XIX para identificar acontecimientos y explicarlos en el despliegue de una narración. La primera, representada en los modos “ingenuos” de los prerromanticos, surge en respuesta al tono irónico de los ilustrados tardíos. La segunda, que parte de la crisis que resulta de este choque entre tardoilustrados y prerrománticos, encuentra su carácter en la sinécdoque sintética de Hegel, en la metonimia empleada por Comte, y en las escuelas del realismo representadas por Michelet, Tocqueville y Ranke. La tercera  surge de la polivalencia de representaciones válidas para los mismos acontecimientos historiados, de tal modo que de la confluencia en Marx de los modos sinecdóquicos con la metonimia de la escuela económica escocesa, el pensamiento histórico encalla de nuevo en las costas de la ironía alrededor del periodo posterior a la Guerra franco-prusiana, siendo representantes de la condición irónica las obras de Burckhardt, Nietzsche y Croce.
En su momento señalamos que tal fin de la segunda etapa, la era dorada del pensamiento historiográfico según White, coincide con los comienzos de lo que se ha denominado modernismo europeo. Así mismo dijimos que a tal conciencia irónica cabría entenderla bajo el epítome de nihilismo. Estos dos tópicos, junto a aquello conceptuado como “ingenuo”, serán los aspectos  a los que de principio trataremos de aproximarnos para contemplar las pautas del proceso histórico de la representación en el tránsito del siglo XIX al XX; es decir los modos en los que acontece la obra y se da el pensamiento histórico.
 De tal manera buscamos la posibilidad de transponer el supuesto límite hermenéutico que nos es señalado por la distinción critico-analítica del par forma-contendido y las duplas de acto-potencia y agente-acción para la comprensión del mundo histórico; y por tanto en relación al ámbito trascendental, la supuesta y subsecuente facultación para la emisión del juicio en la adecuación de éste para con la realidad empírica que enjuicia.
Pues al final resulta que, si la posesión de los signos y las formas en tanto cosa, faculta y estructura las maneras del discurso que nombra a la realidad y acontece como cultura, la crisis de tal realidad para las últimas décadas del siglo xix y las primeras del siglo xx, comienza justo en los términos de la transformación de la disposición de la representación como transposición de sus límites y objetivos.
A tal respecto, en tanto lo que perseguimos para este capítulo lo denominamos crack de la representación, nuestro primer punto a tratar será el de la disposición de lo ingenuo y la relación que esto posee respecto al nihilismo de Nietzsche. Pues bajo tal tópico perseguiremos la relación entre las formas, la clasificación que de las cosas éstas habilitan, y la determinación de la época como establecimiento de una periodización, movimiento en que concluye inevitablemente tal clasificación o tipología, en tanto que son los criterios formales y las decisiones sobre la clasificación de las formas lo que finalmente instauran el fundamento a toda narración y comprensión histórica.
Por ello, como transposición del límite hermenéutico instaurado por la distinción forma-contendido podemos decir que la época como producto ingenuo, pretende colocarse como límite de aquello sujeto a interpretación temporal, planteándose la estipulación de la época como principio o dispositivo original de la representación.    Al final tendremos que regresar a la primera hipótesis del capitulo anterior, pues se levantará la cuestión de cómo hemos de poder recibir lo dicho en tanto resulte que la ingenuidad de lo ingenuo sea el fundamento de todo criterio formal en términos de la distinción empírico–trascendental que faculta nuestro existir en términos de la dupla ingenuidad- evidencia.

aModernismo, nihilismo y lo ingenuo.

Nietzsche, que en su texto de 1871 El origen de la tragedia retomó de Schiller no sólo la distinción entre lo apolíneo y lo dionisiaco, sino también la noción misma de lo “ingenuo”, escribía que:

Cuando encontramos lo ‘ingenuo’ en el arte, hemos encontrado el apogeo de la acción de la cultura apolínea, que siempre tiene que derribar un imperio de titanes, vencer monstruos y triunfar con ayuda del poderoso espejismo de ilusiones agradables, sobre el profundo horror de su consideración del mundo y de la más exasperada sensibilidad para el sufrimiento.[1]

El propio Nietzsche advierte sin embargo, que lo “ingenuo” no es para nada un fenómeno sencillo y mucho menos evidente de suyo, de tal modo que tampoco es algo que fatalmente debamos encontrar en cada cultura. Por ello complementa su noción de la ingenuidad diciendo que tal “completa absorción en la belleza de la apariencia ¡cuán rara vez se logra!”.[2]
Ahora, si el arte apolíneo es como tal el arte plástico, es la música en tanto arte dionisiaco por excelencia, el arte desprovisto de formas. Para Nietzsche esta oposición fundamental, que “la palabra ‘arte’, común a ellas, no hace más que enmascarar”, logra finalmente su conjunción por un “acto metafísico de la ‘voluntad’ helénica, y en este acoplamiento engendran la obra, a la vez dionisiaca y apolínea, de la tragedia antigua.”[3]
Esta especie de crasis con la que Nietzsche interpreta el surgimiento de la tragedia, su destino, así como su efecto en el espectador, es lo que buscamos relacionar en torno a los tópicos del modernismo y el nihilismo.
De principio debemos entender el sentido de tal concepción, que encuentra en la voluntad como acto metafísico el origen a la transposición que produce no solo las formas apolíneas sino también el sentido del ser. Dicho ser, si bien es imposible de ser representado formalmente, es sin embargo referido por las formas en tanto olvido. Como preguntábamos en el capítulo anterior, en tal sentido reposa la respuesta a nuestra interrogante a si White reconoció el ser de lo poético o sólo se conformó con las manifestaciones formales del discurso para elaborar su historia del pensamiento histórico, es decir, aventurábamos la posibilidad a si finalmente no fue White también contenido por el espíritu apolíneo una vez se enfrenta al terror de sucumbir a las manifestaciones irónicamente titánicas de lo temporal.
Sobre la insuficiencia de un abordaje formal de las cuestiones poéticas, Nietzsche señalaba entonces que “Nos complacemos en la comprensión inmediata de la forma; todas las formas nos hablan; ninguna es indiferente; ninguna es innecesaria. Y, sin embargo, la vida más intensa de esta realidad de sueño nos deja aún el sentimiento confuso de que no es más que una apariencia.”[4]
Entre otras cosas este motivo, el movimiento principal de la gran opera wagneriana que constituye toda su producción intelectual, estará ubicado en la planificación misma de semejante gesta. Y es que si bien la obra nietzschiana aparece apolínea en primer término –razón por la cual el propio White puede decir sobre Nietzsche que éste también se lanzó a combatir la conciencia irónica de su época –, resulta finalmente en un breve y sencillo ditirambo a Dionisio: subvertir todos los valores que siempre quedan comprendidos y emprendidos desde el acto metafísico que sitúa a la voluntad en el empeño de sí misma.
Si en tal sentido Nietzsche vinculó el fenómeno de la voluntad con la “ingenuidad”, en la interpretación de la historia no sólo de la antigüedad sino de su propia modernidad, puede decir:

La “ingenuidad” homérica no debe ser comprendida sino como la completa victoria de la ilusión apolínea: una ilusión semejante a las sugeridas tan frecuentemente por la naturaleza para conseguir sus fines. El verdadero designio está disimulado bajo una imagen ilusoria: nosotros tendemos los brazos hacia está imagen, y, por nuestra ilusión, la naturaleza alcanza sus fines. Entre los griegos la “Voluntad” quería contemplarse a sí misma en la transfiguración del genio por el arte; para glorificarse era preciso que las criaturas de esta “Voluntad” se sintiesen ellas mismas dignas de ser glorificadas; era preciso que se reconociesen en una esfera superior, sin que la perfección de este mundo ideal obrase como un imperativo o como un reproche. Y esta es la esfera de belleza en la que los griegos veían en los olímpicos su propia imagen.[5]

En 1886, quince años después de haber publicado lo anterior, en el prologo redactado para la reimpresión de El origen de la tragedia, Nietzsche se quejaba acremente de haber tenido que expresar sus intuiciones dionisiacas, “opiniones nuevas e insólitas”, no en un lenguaje propio, sino en el lenguaje de Schopenhauer y Kant. De tal modo, advertidos de antemano por Nietzsche, hemos de llevar estás palabras místicas en dirección al tema de la narratividad, pues en tanto tal transfiguración del genio por el arte acontece mediante la producción de una imagen, dicha imagen, cual signo, señala la presencia del daimon en la obra misma.
Por ello podemos decir que Niezsche no pretende la desilusión de la imagen presentada en su despliegue de ilusión; pretende antes y tal como lo declara, arrojarse a los brazos de la ilusión para así lograr emerja no la imagen de las divinidades, sino la manifestación de la “Voluntad” tal cual.
A la postre la radicalidad de la interpretación de Nietzsche sobre la voluntad, lo habría de conducir de la imagen que de la voluntad se encuentra contenida en la epopeya homérica o en la tragedia de Sófocles o Esquilo, a la manifestación de la voluntad ya no como imagen de, sino como acontecimiento de la imagen misma. Es decir, la voluntad como su propia musicalidad es anterior a ninguna formación; siendo en Nietzsche dicha música, y ya desde su primera obra, no otra cosa que la vida misma: la creación poética. 
Como podrá observarse, con respecto a la historicidad de la cuestión tratada por Nietzsche, esto implica de lleno la necesidad de una doble lectura, una doble interpretación que de la primaria y necesariamente errónea lectura literal realizada con la ayuda de las formas –una lectura retórica o acorde a ella –, tendría que elevarse en dirección a la interpretación figurativa signada en las figuras empleadas por el discurso.
Esto significaría que en la interpretación de lo temporal requeriríamos dejar jugar a la metáfora particular su verdad, no en tanto identidad o correspondencia con las figuras ideales de la retórica, sino como posibilidad acaeciente y efectiva de sentido.
Así, de seguir esta guía, cuestiones como el doble origen de la moral explicado en Más allá del bien y del mal y Genealogía de la moral, nos mostrarían la pertinencia de Nietzsche para con lo temporal en función de la negación de valor historiográfico al concepto, intento que resulta por demás inválido en función de los principios lógicos instaurados por el platonismo aristotélico.
Pues en tanto que la presunción de la palabra conceptual como criterio para la estipulación y validación del conocimiento histórico o filosófico, funciona ya como resultado consecuente de la búsqueda por una imagen que represente y señale lo que es y permanece idéntico consigo mismo, esta presunción de no movimiento es al tiempo la propia palabra dominada técnicamente, y coaccionada para impedir o detener el juego de la metáfora en tanto posibilidad indeterminada de sentido.
La genealogía de la moral implica por ello necesariamente la reestructuración de nuestra comprensión de lo lógico como criterio original en la estipulación de toda teoría de las formas. Teoría que además como tal, ya siempre se encuentra a la base de toda vertiente retórica, pues la formalización de la enunciación y del discurso, ya fue un resultado técnico-histórico del desarrollo de la filosofía griega.
Por ello para Nietzsche, la compresión de lo sistemático y de lo temporal, la voluntad de poder, tendría forzosamente que transitar por las manifestaciones irónicas e incluso por las figuras tautológicas del discurso.
                       
¿Qué es para mi la “apariencia”? Por supuesto que nada distinto a cualquier ser – y ¿qué puedo decir de cualquier ser como no sea enunciar los atributos de su apariencia? ¡Ésta no es, ciertamente una máscara inerte que se pueda poner y sin duda también quitar a un X desconocido! Para mí, la apariencia es la realidad misma actuando y viva qué, en su ironía para consigo misma, había llegado a hacerme creer que aquí no hay más que apariencia, fuegos fatuos, danzas de duendes, y nada más […][6]

Por ello, en tanto que nosotros nos preguntamos si White no habría terminado por ahondar en el espíritu apolineo una vez se enfrenta a las manifestaciones irreductibles de lo temporal, se nos presenta desde Nietzsche la posibilidad de dejar de considerar a los modos de representación irónicos como algo escéptico respecto a la realidad o a la posibilidad de conocer la verdad. Pues en tanto que lo que tropológicamente aparece como impropio y esceptico, en términos hermenéuticos aparece como una manifestación de un proceso irreductible de doble lectura de las figuras.
Es decir, si la representación irónica implica una interpretación existencial que Nietzsche denominó daimon, este daimon es una estructura extática prediscursiva y pre-destinadora de sentido. Por ello, en tanto horizonte de comprensibilidad este daimon es la voluntad de poder contenida contingentemente de la propia representación.
Requerimos ahora comprender cómo este daimon no sólo predestina el empleo de un signo sobre un evento, sino al tiempo, la existencia y por tanto también la comprensión de algo así como las formas o categorías.
A tal respecto es que en la indagación por el ámbito desde el cual se abre la eventualidad del sentido, una figura como el horizonte cultural nos permitiría tematizar los supuestos cronológicos que ya se esconden en toda estipulación formal, al tiempo que son ellos los que dotan de identidad y sentido al ente.
La transposición de la determinación epocal nos debe brindar el negativo de la posibilidad o movilidad del ser del ente, y por tanto, también la comprensión histórica de la posibilidad del surgimiento de ciertas cuestiones o temáticas, las maneras y objetos de la representación, así como inclusive el abandono de los modos representacionales en búsqueda de nuevos despliegues de sentido.
Pues cuando la metáfora puede correr, es su curso lo que podemos llamar pensamiento. En tanto este es el claro donde es posible todo conocimiento, podemos decir que lo irónico como la negación al cierre u oclusión del discurso, permite habitar una verdad más esencial a la simple evidencia de contradicción que inherentemente persigue el cese del cambio y del tránsito temporal, fundamento de la historicidad.
Si esta metáfora es la “unidad básica” de la narración, hemos de suponer que la precomprensión práctica del historiador inicia justo en su posición con respecto al relato donde él mismo aparece como narrador, el mundo que lo ha “formado” y lo ha pre-destinado a enfocar ciertas cuestiones y ciertas preocupaciones, a seguir ciertas ilusiones y a caer presa de ciertas obsesiones.
A tal respecto es que podemos dejar a White y preguntar con Friedric Jameson qué es el modernismo con respecto a lo que hemos podido identificar como tradición en tanto ella constituye la serie de presupuestos cronológicos y axiológicos de asignación de identidad al ente, y por ende, la obsesión misma del identificar taxonómicamente, diseccionar y agrimensurar de la cultura occidental.



[1] Friedrich Nietzsche, El origen de la tragedia. Escritos preliminares Homero y la filología clásica, trad. Eduardo Ovejero y Maury, Buenos Aires, Caronte Filosofía, 2005, p. 34.
[2] Ibidem. A tal respecto, para comenzar a comprender la relación entre la constitución de criterios formales que permiten la clasificación de los entes, su estipulación ética-estética, así como la conformación de una periodicidad que ordene cronológicamente a los entes en cuestión, nada mejor que revisar la primera historia de la filosofía, representación historiográfica contemporánea al surgimiento de la tragedia. Platón y el Sofista.
Al final, esto requiere concluir con la cuestión de la voluntad como acto metafísico, pues ¿qué resulta de ella con respecto a la forma y por qué Platón mismo cuestiona la teoría de las formas, así como su adscripción tradicional a la escuela eleaica
[3] Ibidem, p.24.
[4] Ibidem, p. 25.
[5] Ibidem, p. 35
[6] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, trad. Luis Díaz Marín, Madrid, Ediciones Mateos, 1999, p. 78. Por ello mismo esto resulta una paráfrasis irónica a Aristóteles en tanto que para el estagirita el concepto de lo concreto en la metafísica sería justo aquello sobre lo que se predica.
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