Segunda parte
Mas
una cosa es el pensar, otra el obrar, y otra la imagen del obrar. La rueda de
la fortuna no gira entre ellas.
Una
imagen hizo empalidecer a ese hombre pálido. Cuando realizaba su acción estaba
a la altura de la misma; mas una vez cometida, no soportó su imagen.
Desde
aquel momento se vio siempre como autor de un hecho único. Locura llamo yo a
eso, pues invierte la excepción, y la convierte en esencia.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra.
5.- La yuxtaposición de
signos como conformación de sentido.
Photo by Hans Olde from the photographic series, The Ill Nietzsche, summer 1899 (Photo credit: Wikipedia) |
Independientemente a que nosotros habremos de concebir al signo
como el
acontecimiento de sí, la yuxtaposición de signos descrita por Foucault nos
sirve para comprender la conformación de sentido. De tal manera es el signo el
evento donde él mismo acontece, que frente a la formación o conformación de
sentido, tal formación no habremos de entenderla desde la preexistencia
metahistórica del los signos, o siquiera desde la figura de los modos sintético
apriorísticos que facultan el juicio.
En torno a los modos de la referencialidad de la
representación, nuestra hipótesis es que es el actuar lo que gesta los modos y
no los modos lo que gesta el actuar. Sin embargo ya siempre en la cotidianeidad
del existir, aquello de lo que disponemos continuamente son los signos de las
cosas ya referidas por ellos. Tales representaciones, en el tránsito al
sentido, e independientemente tanto de sus materiales como de las técnicas
empleadas para la formación adecuada de referencialidad –esto incluso desde las
figuras discursivas del error o la mentira –, hemos de suponerlas como ya
siempre referenciales a un ámbito común a toda representación. En este sentido
y como contraparte a la estructura eventual del signo, tal más allá con
respecto al contenido temático y a la disposición formal de la representación
no es otra cosa más que la temporalidad que faculta el acaecimiento del
sentido.
Por ello, además de concebir al signo
como acontecimiento, y siendo este acontecimiento la yuxtaposición que es el
acto significativo, el signo que identifiquemos en toda representación aparecerá
a nuestro análisis como una cosificación del acto sígnico, siendo esta la razón
de que los signos ya siempre se encuentren a la mano y frente a la vista de
todos.
Así, en la cotidianeidad lo que aparece
como determinado por el signo en tanto objeto no es al acto o al actuar, sino
la acción representada o referida por el signo. La cuestión estriba en poder
marcar la diferencia óntica subyacente entre lo que son e implican el actuar y
la acción, pues en la comprensión de la acción ya se implica toda una
interpretación filosófica que pasa por alto la existenciaridad originaria de
todo tropo enunciativo.
Ahora bien, con respecto a la
cosificación del acto sígnico, cabe decir que la interpretación del acto como
acción, habilitada de hecho justo desde el signo-cosa, constituye una
fetichización del acto que reporta dos beneficios crítico-analíticos. En primer
término aparece al pensar la noción de un ámbito ético-estético-epistemológico
susceptible de ser definido y tomado en cuenta apriorísticamente; sea este
ámbito trascendente al menos en la pretensión de su posible –y en algunos casos
“inminente” – develamiento, o sea acaso en términos de referencia última para
la valoración de lo acontecido como acto. En segundo término pero no por ello
en escala necesariamente jerárquica, tal fetichización del acto en términos de
la acción, abre la posibilidad categorial de suponer la existencia de un agente
causal de la acción; un actor-agente donde la acción se encuentra subyacente en términos de potencia y capacidad para la
acción.
De tal modo las duplas acto-potencia y agente-acción, junto
al ámbito trascendental que permiten la adecuación del juicio, marcan y
determinan no sólo la propiedad o impropiedad de la verdad contenida por el
juicio. Al tiempo que habilitan la cosificación de la verdad como algo
susceptible de poseerse –y por tanto de comerciarse –, conciben ya siempre al
juicio como cosa y no como el acontecimiento efectivo del juicio mismo, es
decir la acción particular de enjuiciar. Sólo desde aquí es posible hablar de la Justicia , la Belleza , la Verdad o la Realidad o la Historia.
En función de esto, si quisiéramos
entender a los tropos empleados por White en la descripción de la historia del
pensamiento histórico decimonónico como yuxtaposición de signos que acontece en
el juicio, cabria realizar dos preguntas. La primera en torno al estatuto de
tal tropología, y la segunda, en torno a si tal tropología no guarda un
estrecho parentesco con los sistemas trascendentales mediante los cuales lo
sistemático ha pretendido enseñorearse de lo temporal.
Preguntar esto nos
enfrentaría de facto a la cuestión de cómo es que disponemos de formas para
expresar y representar cosas. Pues a pesar de que este proceso es idéntico a la
de la posesión material de los signos, los beneficios con respecto a las formas
ideales no son meramente crítico-analíticos, sino que tales procesos en tanto
ser de la propia cultura occidental, terminan por constituir mundo.
Para poder rodear este sinsentido que
inmediatamente produce la opción para el pensar que representa la evidencia de la cosificación, y con ello
retornar a las cuestiones históricas que
nos atañen, hemos de insistir en nuestra interrogación por el tiempo y el acto,
para así estar en la posibilidad de entender a la metáfora como el evento de
transposición donde acontece el sentido en tanto despeje de un claro y proyecto
del ser a tal claro.
Recapitulando la periodización propuesta por White, hemos
de recordar que él, a lo largo del siglo XIX, identifica la sucesión de tres
etapas del pensamiento histórico. Estos periodos pueden ser caracterizados en
función de los tropos predominantemente empleados por los historiadores del
siglo XIX para identificar acontecimientos y explicarlos en el despliegue de
una narración. La primera, representada en los modos “ingenuos” de los
prerromanticos, surge en respuesta al tono irónico de los ilustrados tardíos.
La segunda, que parte de la crisis que resulta de este choque entre
tardoilustrados y prerrománticos, encuentra su carácter en la sinécdoque
sintética de Hegel, en la metonimia empleada por Comte, y en las escuelas del
realismo representadas por Michelet, Tocqueville y Ranke. La tercera surge de la polivalencia de representaciones
válidas para los mismos acontecimientos historiados, de tal modo que de la
confluencia en Marx de los modos sinecdóquicos con la metonimia de la escuela
económica escocesa, el pensamiento histórico encalla de nuevo en las costas de
la ironía alrededor del periodo posterior a la Guerra franco-prusiana,
siendo representantes de la condición irónica las obras de Burckhardt,
Nietzsche y Croce.
En su momento señalamos que tal fin de la segunda etapa, la
era dorada del pensamiento historiográfico según White, coincide con los
comienzos de lo que se ha denominado modernismo europeo. Así mismo dijimos que
a tal conciencia irónica cabría entenderla bajo el epítome de nihilismo. Estos
dos tópicos, junto a aquello conceptuado como “ingenuo”, serán los
aspectos a los que de principio
trataremos de aproximarnos para contemplar las pautas del proceso histórico de
la representación en el tránsito del siglo XIX al XX; es decir los modos en los
que acontece la obra y se da el pensamiento histórico.
De tal manera
buscamos la posibilidad de transponer el supuesto límite hermenéutico que nos
es señalado por la distinción critico-analítica del par forma-contendido y las
duplas de acto-potencia y agente-acción para la comprensión del mundo
histórico; y por tanto en relación al ámbito trascendental, la supuesta y
subsecuente facultación para la emisión del juicio en la adecuación de éste
para con la realidad empírica que enjuicia.
Pues al final resulta que, si la posesión de los signos y
las formas en tanto cosa, faculta y estructura las maneras del discurso que
nombra a la realidad y acontece como cultura, la crisis de tal realidad para
las últimas décadas del siglo xix
y las primeras del siglo xx,
comienza justo en los términos de la transformación de la disposición de la
representación como transposición de sus límites y objetivos.
A tal respecto, en tanto lo que perseguimos para este
capítulo lo denominamos crack de la
representación, nuestro primer punto a tratar será el de la disposición de lo
ingenuo y la relación que esto posee respecto al nihilismo de Nietzsche. Pues
bajo tal tópico perseguiremos la relación entre las formas, la clasificación
que de las cosas éstas habilitan, y la determinación de la época como
establecimiento de una periodización, movimiento en que concluye
inevitablemente tal clasificación o tipología, en tanto que son los criterios
formales y las decisiones sobre la clasificación de las formas lo que finalmente
instauran el fundamento a toda narración y comprensión histórica.
Por ello, como transposición del límite hermenéutico
instaurado por la distinción forma-contendido podemos decir que la época como
producto ingenuo, pretende colocarse como límite de aquello sujeto a
interpretación temporal, planteándose la estipulación de la época como
principio o dispositivo original de la representación. Al final tendremos que regresar a la primera hipótesis del
capitulo anterior, pues se levantará la cuestión de cómo hemos de poder recibir
lo dicho en tanto resulte que la ingenuidad de lo ingenuo sea el fundamento de
todo criterio formal en términos de la distinción empírico–trascendental que
faculta nuestro existir en términos de la dupla ingenuidad- evidencia.
a) Modernismo,
nihilismo y lo ingenuo.
Nietzsche,
que en su texto de 1871 El origen de la
tragedia retomó de Schiller no sólo la distinción entre lo apolíneo y lo
dionisiaco, sino también la noción misma de lo “ingenuo”, escribía que:
Cuando encontramos lo ‘ingenuo’ en el arte, hemos
encontrado el apogeo de la acción de la cultura apolínea, que siempre tiene que
derribar un imperio de titanes, vencer monstruos y triunfar con ayuda del
poderoso espejismo de ilusiones agradables, sobre el profundo horror de su
consideración del mundo y de la más exasperada sensibilidad para el
sufrimiento.[1]
El propio Nietzsche advierte sin embargo, que lo “ingenuo”
no es para nada un fenómeno sencillo y mucho menos evidente de suyo, de tal
modo que tampoco es algo que fatalmente debamos encontrar en cada cultura. Por
ello complementa su noción de la ingenuidad diciendo que tal “completa
absorción en la belleza de la apariencia ¡cuán rara vez se logra!”.[2]
Ahora, si el arte apolíneo es como tal el arte plástico, es
la música en tanto arte dionisiaco por excelencia, el arte desprovisto de
formas. Para Nietzsche esta oposición fundamental, que “la palabra ‘arte’,
común a ellas, no hace más que enmascarar”, logra finalmente su conjunción por
un “acto metafísico de la ‘voluntad’ helénica, y en este acoplamiento engendran
la obra, a la vez dionisiaca y apolínea, de la tragedia antigua.”[3]
Esta especie de crasis con la que Nietzsche interpreta el
surgimiento de la tragedia, su destino, así como su efecto en el espectador, es
lo que buscamos relacionar en torno a los tópicos del modernismo y el
nihilismo.
De principio debemos entender el sentido de tal concepción,
que encuentra en la voluntad como acto metafísico el origen a la transposición
que produce no solo las formas apolíneas sino también el sentido del ser. Dicho
ser, si bien es imposible de ser representado formalmente, es sin embargo
referido por las formas en tanto olvido. Como preguntábamos en el capítulo
anterior, en tal sentido reposa la respuesta a nuestra interrogante a si White
reconoció el ser de lo poético o sólo se conformó con las manifestaciones
formales del discurso para elaborar su historia del pensamiento histórico, es
decir, aventurábamos la posibilidad a si finalmente no fue White también
contenido por el espíritu apolíneo una vez se enfrenta al terror de sucumbir a
las manifestaciones irónicamente titánicas de lo temporal.
Sobre la insuficiencia de un abordaje formal de las
cuestiones poéticas, Nietzsche señalaba entonces que “Nos complacemos en la
comprensión inmediata de la forma; todas las formas nos hablan; ninguna es
indiferente; ninguna es innecesaria. Y, sin embargo, la vida más intensa de
esta realidad de sueño nos deja aún el sentimiento confuso de que no es más que
una apariencia.”[4]
Entre otras cosas este motivo, el movimiento principal de
la gran opera wagneriana que constituye toda su producción intelectual, estará
ubicado en la planificación misma de semejante gesta. Y es que si bien la obra
nietzschiana aparece apolínea en primer término –razón por la cual el propio
White puede decir sobre Nietzsche que éste también se lanzó a combatir la
conciencia irónica de su época –, resulta finalmente en un breve y sencillo
ditirambo a Dionisio: subvertir todos los valores que siempre quedan
comprendidos y emprendidos desde el acto metafísico que sitúa a la voluntad en
el empeño de sí misma.
Si en tal sentido Nietzsche vinculó el fenómeno de la
voluntad con la “ingenuidad”, en la interpretación de la historia no sólo de la
antigüedad sino de su propia modernidad, puede decir:
La “ingenuidad” homérica no debe ser comprendida sino
como la completa victoria de la ilusión apolínea: una ilusión semejante a las
sugeridas tan frecuentemente por la naturaleza para conseguir sus fines. El
verdadero designio está disimulado bajo una imagen ilusoria: nosotros tendemos
los brazos hacia está imagen, y, por nuestra ilusión, la naturaleza alcanza sus
fines. Entre los griegos la “Voluntad” quería contemplarse a sí misma en la
transfiguración del genio por el arte; para glorificarse era preciso que las
criaturas de esta “Voluntad” se sintiesen ellas mismas dignas de ser
glorificadas; era preciso que se reconociesen en una esfera superior, sin que
la perfección de este mundo ideal obrase como un imperativo o como un reproche.
Y esta es la esfera de belleza en la que los griegos veían en los olímpicos su
propia imagen.[5]
En 1886, quince años después de haber publicado lo
anterior, en el prologo redactado para la reimpresión de El origen de la tragedia, Nietzsche se quejaba acremente de haber
tenido que expresar sus intuiciones dionisiacas, “opiniones nuevas e
insólitas”, no en un lenguaje propio, sino en el lenguaje de Schopenhauer y
Kant. De tal modo, advertidos de antemano por Nietzsche, hemos de llevar estás
palabras místicas en dirección al tema de la narratividad, pues en tanto tal
transfiguración del genio por el arte acontece mediante la producción de una
imagen, dicha imagen, cual signo, señala la presencia del daimon en la obra misma.
Por ello podemos decir que Niezsche no pretende la
desilusión de la imagen presentada en su despliegue de ilusión; pretende antes
y tal como lo declara, arrojarse a los brazos de la ilusión para así lograr
emerja no la imagen de las divinidades, sino la manifestación de la “Voluntad”
tal cual.
A la postre la radicalidad de la interpretación de
Nietzsche sobre la voluntad, lo habría de conducir de la imagen que de la
voluntad se encuentra contenida en la epopeya homérica o en la tragedia de
Sófocles o Esquilo, a la manifestación de la voluntad ya no como imagen de,
sino como acontecimiento de la imagen misma. Es decir, la voluntad como su
propia musicalidad es anterior a ninguna formación; siendo en Nietzsche dicha
música, y ya desde su primera obra, no otra cosa que la vida misma: la creación
poética.
Como podrá observarse, con respecto a la historicidad de la
cuestión tratada por Nietzsche, esto implica de lleno la necesidad de una doble
lectura, una doble interpretación que de la primaria y necesariamente errónea
lectura literal realizada con la ayuda de las formas –una lectura retórica o
acorde a ella –, tendría que elevarse en dirección a la interpretación
figurativa signada en las figuras empleadas por el discurso.
Esto significaría que en la interpretación de lo temporal
requeriríamos dejar jugar a la metáfora particular su verdad, no en tanto
identidad o correspondencia con las figuras ideales de la retórica, sino como
posibilidad acaeciente y efectiva de sentido.
Así, de seguir esta guía, cuestiones como el doble origen
de la moral explicado en Más allá del
bien y del mal y Genealogía de la
moral, nos mostrarían la pertinencia de Nietzsche para con lo temporal en
función de la negación de valor historiográfico al concepto, intento que
resulta por demás inválido en función de los principios lógicos instaurados por
el platonismo aristotélico.
Pues en tanto que la presunción de la palabra conceptual
como criterio para la estipulación y validación del conocimiento histórico o
filosófico, funciona ya como resultado consecuente de la búsqueda por una imagen
que represente y señale lo que es y permanece idéntico consigo mismo, esta
presunción de no movimiento es al tiempo la propia palabra dominada
técnicamente, y coaccionada para impedir o detener el juego de la metáfora en
tanto posibilidad indeterminada de sentido.
La genealogía de la moral implica por ello necesariamente
la reestructuración de nuestra comprensión de lo lógico como criterio original
en la estipulación de toda teoría de las formas. Teoría que además como tal, ya
siempre se encuentra a la base de toda vertiente retórica, pues la
formalización de la enunciación y del discurso, ya fue un resultado
técnico-histórico del desarrollo de la filosofía griega.
Por ello para Nietzsche, la compresión de lo sistemático y
de lo temporal, la voluntad de poder, tendría forzosamente que transitar por
las manifestaciones irónicas e incluso por las figuras tautológicas del
discurso.
¿Qué es para mi la “apariencia”?
Por supuesto que nada distinto a cualquier ser – y ¿qué puedo decir de
cualquier ser como no sea enunciar los atributos de su apariencia? ¡Ésta no es,
ciertamente una máscara inerte que se pueda poner y sin duda también quitar a
un X desconocido! Para mí, la apariencia es la realidad misma actuando y viva
qué, en su ironía para consigo misma, había llegado a hacerme creer que aquí no
hay más que apariencia, fuegos fatuos, danzas de duendes, y nada más […][6]
Por ello, en tanto que nosotros nos preguntamos si White no
habría terminado por ahondar en el espíritu apolineo una vez se enfrenta a las
manifestaciones irreductibles de lo temporal, se nos presenta desde Nietzsche
la posibilidad de dejar de considerar a los modos de representación irónicos
como algo escéptico respecto a la realidad o a la posibilidad de conocer la
verdad. Pues en tanto que lo que tropológicamente aparece como impropio y
esceptico, en términos hermenéuticos aparece como una manifestación de un
proceso irreductible de doble lectura de las figuras.
Es decir, si la representación irónica implica una
interpretación existencial que Nietzsche denominó daimon, este daimon es
una estructura extática prediscursiva y pre-destinadora de sentido. Por ello,
en tanto horizonte de comprensibilidad este daimon
es la voluntad de poder contenida contingentemente de la propia representación.
Requerimos ahora comprender cómo este daimon no sólo predestina el empleo de un signo sobre un evento,
sino al tiempo, la existencia y por tanto también la comprensión de algo así
como las formas o categorías.
A tal respecto es que en la indagación por el ámbito desde
el cual se abre la eventualidad del sentido, una figura como el horizonte
cultural nos permitiría tematizar los supuestos cronológicos que ya se esconden
en toda estipulación formal, al tiempo que son ellos los que dotan de identidad
y sentido al ente.
La transposición de la determinación epocal nos debe
brindar el negativo de la posibilidad o movilidad del ser del ente, y por
tanto, también la comprensión histórica de la posibilidad del surgimiento de
ciertas cuestiones o temáticas, las maneras y objetos de la representación, así
como inclusive el abandono de los modos representacionales en búsqueda de
nuevos despliegues de sentido.
Pues cuando la metáfora puede correr, es su curso lo que
podemos llamar pensamiento. En tanto este es el claro donde es posible todo
conocimiento, podemos decir que lo irónico como la negación al cierre u
oclusión del discurso, permite habitar una verdad más esencial a la simple
evidencia de contradicción que inherentemente persigue el cese del cambio y del
tránsito temporal, fundamento de la historicidad.
Si esta metáfora es la “unidad básica” de la narración,
hemos de suponer que la precomprensión práctica del historiador inicia justo en
su posición con respecto al relato donde él mismo aparece como narrador, el
mundo que lo ha “formado” y lo ha pre-destinado a enfocar ciertas cuestiones y
ciertas preocupaciones, a seguir ciertas ilusiones y a caer presa de ciertas obsesiones.
A tal respecto es que podemos dejar a White y preguntar con
Friedric Jameson qué es el modernismo con respecto a lo que hemos podido
identificar como tradición en tanto ella constituye la serie de presupuestos
cronológicos y axiológicos de asignación de identidad al ente, y por ende, la
obsesión misma del identificar taxonómicamente, diseccionar y agrimensurar de
la cultura occidental.
[1] Friedrich Nietzsche, El origen
de la tragedia. Escritos preliminares Homero y la filología clásica, trad.
Eduardo Ovejero y Maury, Buenos Aires, Caronte Filosofía, 2005, p. 34.
[2] Ibidem. A tal respecto, para
comenzar a comprender la relación entre la constitución de criterios formales
que permiten la clasificación de los entes, su estipulación ética-estética, así
como la conformación de una periodicidad que ordene cronológicamente a los
entes en cuestión, nada mejor que revisar la primera historia de la filosofía,
representación historiográfica contemporánea al surgimiento de la tragedia.
Platón y el Sofista.
Al final,
esto requiere concluir con la cuestión de la voluntad como acto metafísico,
pues ¿qué resulta de ella con respecto a la forma y por qué Platón mismo
cuestiona la teoría de las formas, así como su adscripción tradicional a la
escuela eleaica
[4] Ibidem, p. 25.
[5] Ibidem, p. 35
[6] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, trad. Luis Díaz Marín,
Madrid, Ediciones Mateos, 1999, p. 78. Por ello mismo esto resulta una
paráfrasis irónica a Aristóteles en tanto que para el estagirita el concepto de
lo concreto en la metafísica sería justo aquello sobre lo que se predica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario